lunes, diciembre 27, 2004

Una nochebuena

Una de las muchas cosas que aprendí cuando aprovechaba mi tiempo, fue a tragarme la vergüenza.

Recuerdo el silencio, sólo roto por el sonido del viento, de mi respiración y de la nieve aplastada bajo mis pies. Recuerdo la oscuridad, apagada por las escasas farolas de luz amarilla trepando por el gris de las casas. Recuerdo el frío y el viento cabalgando juntos, y abrazándome como alegrándose de verme. Recuerdo la agradable sensación de perderme por calles sinuosas y desordenadas, descubriendo estrechas plazas y patios, ventanas empañadas con quietas figuras dentro, chimeneas humeantes, puertas cerradas, abrigos negros y callados. Recuerdo agua cayendo de los tejados, y las gotas salpicando en los charcos de la acera de adoquines, marcando el tiempo del largo invierno.

- Voy yo.
- ¿Seguro? ¿Crees que lo encontrarás? Está oscuro. La licorería está en Stikliu Gatvé, a unos 20 minutos de aquí. Abrígate y lleva un paraguas.
- Nunca uso.


No me habría importado mucho pasar una Navidad sin vodka, pero perderme aquel paseo nocturno, eso no.

Me llevó casi tres cuartos de hora llegar al sitio indicado, y no por problemas de orientación, sino porque el camino más interesante siempre parecía el que más se alejaba del correcto, como intentando resumir mi vida.

El acceso a la licorería desde Stikliu Gatvé era imposible de localizar sin conocerlo, o sin un plano en una servilleta como el mío. En el callejón entre los números 17 y 19, donde desaparecían los adoquines y el barro ocupaba su lugar, un pobre borracho celebrando un día más de vida anunciaba la inminencia del local, como un neón intermitente ahora bebo - ahora muero. Hacia la mitad del callejón, unas escaleras que bajaban al sótano del edificio, y después un corredor oscuro de unos cincuenta metros que desembocaba en unas verjas metálicas atadas con una cadena. Era el timbre. Golpeando la cadena contra las verjas se abría una puerta tras ellas, apareciendo una sombra que alargaba la mano donde dejar el billete de diez. Por entre los barrotes, una botella de Stolichnaya envuelta en un papel de periódico.

El camino correcto era efectivamente mucho más corto. En apenas 15 minutos ya casi había llegado de vuelta a casa. Una luz más intensa que las demás indicaba una tienda abierta. Junto a ella, ella. No puedo calcular su edad, pero seguro que era mucho más joven que lo que aparentaba y mucho más vieja de lo que era.

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Llevaba un bastón en el que apoyaba su cansancio, un pañuelo negro sobre las canas y una gabardina de caballero sobre una chaqueta de lana. Sus zapatillas de felpa estaban empapadas por la nieve.

Contaba monedas en el umbral de la puerta. Monedas pequeñas, viejas, sucias, que se escurrían de entre sus manos ajadas, sin tacto. Contaba y miraba hacia la tienda, en cuyo escaparate se mostraba la mercancía. Pan, un par de zapatos, una linterna, latas de pescado ahumado, ropa de niño, utensilios de cocina,... Una y otra vez contaba las monedas y apretaba el puño al terminar.

Al pasar junto a ella yo miraba sus manos para evitar sus ojos. Con el bastón en la muñeca, una de las manos me pidió que me detuviera, y la otra me enseñó las monedas. No le costó mucho hacerme entender que apenas le faltaban unos kopeks para comprar el pan. Y a mí tampoco me costó meter mi mano en el bolsillo y añadir otras monedas a las que ya tenía.

Poco después la anciana salía de la tienda con el pan partido en dos pedazos. Quería compartir conmigo su cena de nochebuena. A pesar de que me negué en repetidas ocasiones, ella tomó el pedazo de pan y lo metió en mi mochila. Me quedé con él, me sonrió, se compuso ligeramente la gabardina y el pañuelo y se fue. Me quedé frente a la tienda viendo como se alejaba, arrastrando las zapatillas de felpa por los surcos de nieve de la acera.

De camino a casa me atormentaban los cientos de cosas que podría haber hecho por ella. La vergüenza de mí mismo me impedía mirar atrás.

- ¿También has traído pan?
- Sí, pensé que podríamos necesitarlo.

miércoles, diciembre 22, 2004

Enseñanzas

"Cuanto mayor es la dificultad, mayor es la gloria". Marco Tulio Cicerón



21 siglos separan las palabras de este cónsul romano de la estúpida interpretación que algunos hacen de ellas.

Así es cómo un técnico de Toyota prepara una patata al horno
* Precalienta un horno nuevo, de buena calidad, a 200ºC.
* Introduce una gran patata envuelta en papel de aluminio.
* Durante los siguientes 45 minutos se dedica a hacer algo productivo.
* Comprueba que la patata está hecha, la saca del horno y la sirve.

Así es cómo un técnico de Volkswagen prepara una patata al horno
* Elabora las especificaciones técnicas de la patata asada (Bratkartoffelnlastenheft) y comienza con el proceso de petición de ofertas (Angebotsbeantragung) y selección de proveedores (Lieferantsauswahl).
* Una vez preseleccionado el proveedor, le encarga que precaliente el horno a 200 ºC.
* Realiza un workshop informativo en casa del proveedor para que éste le demuestre su máxima eficiencia en el giro del botón del horno hasta la marca de 200º C.
* Demanda del fabricante del horno los certificados de calibración del mismo, exigiendo una variación de +/- 6 sigma en la medición de temperatura a 200 ºC.
* Elabora un procedimiento de control por el que el proveedor de la patata deberá instalar en el horno un termosensor iónico que garantice una comprobación continua de la temperatura durante su funcionamiento.
* Da instrucciones al proveedor para que coloque la patata dentro del horno y programe el temporizador en 45 minutos.
* Ordena al proveedor que interrumpa el proceso y abra la puerta del horno para demostrar la correcta colocación de la patata.
* Solicita un estudio técnico (Informationsbeantragung) que demuestre que la temperatura óptima de cocción de una patata es de 200ºC y que el tiempo necesario es de 45 minutos, exigiendo un plan para la reducción de costos (Kostenoptimierungsplan).
* Comprobación del estado de cocción de la patata a los 10 minutos.
* Comprobación del estado de cocción de la patata a los 11 minutos.
* Comprobación del estado de cocción de la patata a los 12 minutos.
* Exige al proveedor un informe detallado (Entwicklungsbericht) de la evolución de la cocción cada 5 minutos.
* Tras el estudio de benchmarking y ver que la competencia ya dispone de patatas asadas en el mercado, se demanda del proveedor un plan de acción para la reducción del tiempo de cocción.
* Comprobación del estado de cocción de la patata a los 15 minutos.
* A los 35 minutos de cocción, llega a la conclusión de que la patata está ya casi hecha.
* Felicita al proveedor. Después informa a su superior sobre los excelentes logros obtenidos, a pesar de que haya tenido que trabajar con un proveedor no dispuesto a cooperar.
* A los 40 minutos de cocción saca la patata del horno, a fin de realizar una reducción de costes sin perjuicio de la calidad de la patata, en comparación con el tiempo de cocción inicialmente estipulado de 45 minutos.
* Ordena al proveedor que abra el horno.
* Ordena al proveedor que saque la patata y presente el Initial Sample Inspection Report para la homologación del proceso.
* Una vez homologado el proceso de asado por el departamento de calidad de Volkswagen (Qualitätssicherungsabteilung), se sirve la patata.
* El técnico se pregunta cómo es posible que estos malditos japoneses puedan asar una patata tan buena y tan barata, y que por lo visto a la gente le guste más que las patatas de Volkswagen.


Ay Cicerón, cómo se nota que viajabas en cuádriga...

miércoles, diciembre 15, 2004

ABBA CDDC EFE FEF

Mi mujer perfecta ha de ser, primero
Imperfecta, para que así esté conmigo,
Saber matarme con lo que no digo
Y resucitarme cuando me muero.

Muy rubia, si echo de menos el sol
Y morena, si es que añoro la luna.
Si yo no llego, que le sobre altura
Si ella no llega que el alto sea yo.

Que me venda su alma cada mañana
Pinte palabras que beban al viento
Que vista de azul las noches profanas

Que enrede mi abrazo, sienta qué siento
Que ate mis besos, me ofrezca manzanas
Respire mi aire y caliente mi aliento.

jueves, diciembre 09, 2004

Un poquito de lo que te sobra

(Dedicado a Luthien, la más rebelde de la blogosfera conocida)

Llega la navidad, y puntual ha llegado la carta de Marisol. La única suya que recibo durante todo el año. Una carta con una foto y un dibujo.

Marisol es mi niña peruana. Tiene 7 años. La apadriné cuando Wenceslao ya no necesitó más mi ayuda y su pueblo tuvo los medios suficientes como para salir adelante por sí mismo. Desde que Global Humanitaria llegó al pueblo de Marisol, ella tiene una oportunidad para ir a la escuela, le han vacunado y ve como su comunidad puede acceder a ayudas para la siembra, a la construcción de pozos, a la instalación de letrinas,...

Hay quien me dice que darle a Marisol un poquito de lo que me sobra es una forma inútil de tranquilizar mi conciencia. También me dicen que no soluciono nada con asegurar la educación, la nutrición y la sanidad a un niño, si se piensa en la magnitud del problema.

No creo que tengan razón, pero aún si la tuvieran, la sonrisa de Marisol es un todo en sí mismo. No forma parte de nada, ni de soluciones globales, ni de reformas estructurales. Simplemente sonríe o no. Y yo tengo un poquito que ver en ello.

Ayudar a quien lo necesita no es una cuestión de caridad, sino un deber moral. Lamentablemente solemos eludir ese deber mirando a cualquier otro lado. Nuestra forma de pensar, de actuar sigue dos líneas: la de la comodidad y la de la continuidad, las hacemos ‘porque siempre se han hecho así’. Nos hemos acostumbrado a asumir, a seguir, a repetir, a aceptar en vez de cuestionar, de dudar.

Nada es más complicado de demostrar que la evidencia. Ya consideramos evidente, y por tanto obvio, incuestionable e irresoluble, que existan personas de primera y de segunda, que muera de hambre un niño cada cinco segundos, que en lugares del sur de África más del 60% de los muchachos que en la actualidad tienen 15 años morirán de SIDA, más del 30% de las mujeres embarazadas sean seropositivas y más del 30% de la población esté contagiada, que 9 de cada 10 niños con VIH o SIDA sean africanos, que mientras, la iglesia católica interprete las sagradas escrituras prohibiendo el uso de preservativos para entrar en el reino de los cielos (gracias Vaticano por su valiosa aportación, iba a decir ‘de mierda’), que las poderosas multinacionales farmacéuticas impongan precios sin sentido a sus productos condenando a muerte a millones de personas, que casi uno de cada tres habitantes del planeta viva por debajo del umbral de la pobreza, que las 100 familias más ricas del mundo tengan más recursos que los 100 países más pobres, que 1.000 millones de personas no tengan acceso al agua potable y otras tantas no puedan comer todos los días, que exista 1 millón de niños soldado matándose en unas guerras incomprensibles impuestas muchas veces por quienes les venden las armas,...

¿Y si los países pobres dedicaran todos sus recursos al desarrollo, y los países ricos dedicaran sus excedentes a ayudar a quienes están en dificultades? ¿Quién ha organizado esto de tal forma que unos pocos amasen fortunas inconmensurables decidiendo cómo hemos de vivir, y más aún, quién vive y quien muere, y en los peores casos, quién se tiene que matar, cuándo y con qué armas? ¿En qué nos hemos equivocado? ¿O no es un error? No entiendo nada.

Y mientras, damos todo por sentado. Todo es natural, todo es obvio, todo es lógico. Me recuerda al experimento de los 5 monos encerrados en una jaula en la que solamente hay una escalera y, sobre ella, un montón de bananas. Cada vez que uno de los monos intenta subir las escaleras para coger las bananas, cae un chorro de agua fría sobre los que están en el suelo. Al poco tiempo ya no son necesarios los chorros, porque son los mismos monos los que se encargan de castigar al que intenta subir. Después sustituyen a uno de los monos. Nada más entrar en la jaula, el mono nuevo intenta subir las escaleras, pero los golpes de sus compañeros se lo impiden. Así, poco a poco todos los monos son sustituidos, y todos repiten el mismo comportamiento, hasta que llega el momento en que ninguno de los monos que están en la jaula ha conocido siquiera la amenaza del chorro de agua fría. Aún así, ningún mono se plantea subir a la escalera. Todos los individuos de esa sociedad repiten un comportamiento simplemente porque las cosas 'siempre se han hecho así'. El absurdo de hacer, de asumir las cosas sin saber por qué, por el mero hecho de pensar que siempre se han hecho así.

Le pregunté en una ocasión a un chico en Noruega por qué la mayoría de sus casas eran rojas, amarillas o blancas. ‘Siempre han sido así’ me dijo. En el café del puerto donde estábamos, un viejo pescador, que me recordó a Chanquete y que se sentaba junto a nosotros, me explicó: ‘antiguamente los pescadores más pobres solo podían proteger la madera de sus casas con lo más barato, la sangre de las ballenas, y de ahí su color rojo. Los que tenían más medios, podían comprar un mejor producto, la grasa de la ballena, y de ahí su color amarillo. Sólo los ricos podían presumir de tener tanto dinero como para poder comprar pintura, y esta era blanca para que se distinguiera de las demás’.

Todo tiene un motivo, aunque en alguna ocasión se empeñen en ocultárnoslo. Si se quiere entender el verdadero significado, el primer paso es cuestionar lo evidente, por difícil o estúpido que parezca. Entender que quizá los colores no sean sólo cuestión de gustos, preguntarse quién se rie a través del cristal viendo como nos pegamos sin coger los plátanos sobre la escalera, pueden ser esos primeros pasos que ayuden a que no nos parezca normal que desde que empezaste a leer esto hayan muerto 50 niños de hambre.

viernes, diciembre 03, 2004

La memoria de los otros

Abrí los ojos y no veía nada. Sólo sentía un intenso dolor de cabeza envuelto en una absoluta confusión. Olía a hospital y yo estaba tumbado. Alguien me acariciaba con cariño la cara. La voz era familiar.

- ‘Doctor, ya vuelve en sí, ¡venga!’.

Otra mano, más fría, me cogió de la barbilla y me meneaba la cabeza.

- ¿Hola?, ¿Me oyes?
- Claro que te oigo – pensaba yo.
- ¿Puedes verme?
- No, eso no puedo – seguía pensando.
- Parece que vuelve en sí – le decía la mano fría a la cariñosa – no se preocupe, vengo enseguida.

El dolor no cesaba, pero las caricias de la mano cariñosa me hacían sentir mucho mejor. Intentaba comprender qué ocurría, ver dónde estaba, ver quién me tocaba... Intentaba ver. Unos minutos más tarde ya podía intuir algunas luces y sombras moviéndose frente a mí, que poco a poco fueron tomando la forma de una mujer de mediana edad.

- Tranquilo, todo está bien. Ya ha pasado.

Intentaba hablar, pero era incapaz de articular palabra alguna. Mi cuerpo no obedecía mis órdenes. ‘Pero ¿Qué ha pasado?’ quería preguntar. Imposible, mi boca, mi lengua no se movían. Pasado un rato ya podía ver con bastante claridad, aunque todo me daba vueltas como en medio de una borrachera. Comprobé que estaba en un box de urgencias, den un hospital. La señora que estaba frente a mí sonreía debajo de sus ojeras. Un doctor bajito, con barriga prominente y barba poco cuidada entró en el box.

- ¿Ya despertó? – La voz era la de la mano fría.
- Sí, pero no dice nada.
- ¿Me oyes? ¿Me ves?
- Joder, que sí – pensaba yo
- No se preocupe, es algo normal. Sólo es el shock post traumático. Puede que tarde un buen rato en reaccionar. Llámeme si nota algún cambio.

El doctor bajito salió de la habitación y me quedé con la señora que estaba sentada a mi lado, sobre la cama.

- No te preocupes hijo, todo está bien.

Seguía acariciándome mientras me tranquilizaba con palabras dulces. ‘¡Un momento!, ¿Hijo? ¿Es mi madre? ¿Y por qué no la conozco?’. Claro, era obvio: hospital, despertar, shock post traumático, ... tarde pero logré despejar la equis: Algo había ocurrido, y yo no recordaba nada. Pensé que podría haber sido un accidente, e inmediatamente intenté mover mis piernas. Primero dolor, pero luego... movimiento. Lo mismo los dedos, las manos, los brazos. Podía moverme y todas las extremidades estaban allí. Podía ver, y oír. No había sido tan grave, al parecer.

Una vez superado el checklist físico, empecé a preocuparme por mi falta de memoria. No recordaba qué había ocurrido y no reconocía a mi madre. Intenté hacer un esfuerzo y rebuscar entre mis recuerdos. Comencé a concentrarme. ‘A ver, vamos a ver, ¿qué es lo primero que recuerdo?... que abro los ojos y no veo nada. No, no, eso acaba de ocurrir, antes de eso, venga, concéntrate...’.

- Tu padre y tu hermana vienen enseguida, ya les he llamado.
- Así que tengo padre y hermana. Bien. Sigue hablando mamá, dame pistas – me decía yo.
- Anda que vaya susto nos has dado.

Ya de noche, un señor y una chica joven y guapa entraban urgentes en la habitación y se abalanzaban hacia mí. A pesar de mis doloridas carnes cómo agradecí aquellos abrazos. Aunque fueran unos desconocidos ¡eran mi padre y mi hermana!. Ya para entonces podía mover la cabeza horizontal y verticalmente para negar o asentir a las preguntas de mi familia. No pude averiguar demasiado de lo que había ocurrido, ya que aún no podía hablar, y ellos parecían eludir el asunto.

El doctor del siguiente turno de urgencias sólo permitió que una persona se quedara conmigo durante la noche. Así que mi madre se acomodó en la incómoda butaca frente a mi cama. Cansado de intentar recordar intenté dormir. Me quedé mirando cómo caían rítmicamente las gotas de suero por el tubo que entraba en mis venas. Me asaltaban más y más preguntas. ‘¿Quién soy?, ¿seré buena persona?, si ser buena persona me preocupa es que debo serlo, ¿tendré muchos amigos? ¿seré fontanero, ingeniero, maestro?...’ No sabía qué era, pero, pensé, me gustaría ser maestro.

Aquella idea me gustó, y con una larga noche por delante, empecé a imaginarme múltiples vidas, y comprobaba cuál me satisfacía más. No tenía ningún recuerdo, así que yo era un libro en blanco que podía rellenar a mi antojo. Y lo hice.

Buscaba un punto de partida y necesitaba datos, que no abundaban en aquel lugar. Me fijé en mi madre, que no vestía con ropas lujosas ni joyas. Parecía más bien una mujer sencilla, así que yo debía ser de familia humilde. Se explicaba con claridad y buenas maneras, y parecía que me quería. Debíamos ser una familia muy unida. Comencé a fantasear múltiples vidas a partir de ahí.

Primero me imaginé con mi familia, y decenas de amigos, en una vida feliz y plena, de la que fabriqué recuerdos y experiencias. Una vida de infancia alegre y difícil juventud, en la que debí combinar el trabajo con el colegio y la universidad. Una vida que me enseñaba que nada se regala y que todo lo que vale cuesta. Inventaba el día que aprobé las oposiciones, y la primera vez que entré en una clase repleta de alumnos que me miraban curiosos. Aquella maestra que me buscaba en la hora del café. Y las vacaciones en el norte, buscando los mejores ríos salmoneros. ¿De dónde me sacaba yo esas apetencias?

Después pensé que quizá despertaba de un largo coma, y que no recordaba nada porque nada había pasado en mi vida. No me gustó aquello y cambié enseguida de sueño.

Luego me dio por imaginar vidas curiosas, como empleado en un circo de domador de leones o trapecista, espía o actor porno. Algunos matices de las diferentes personalidades provocaban fogonazos de intensa realidad en mi mente. Parecía como si ciertos detalles de cada vida inventada activasen algún mecanismo mental con una soltura que sugiriese costumbre.

Me fijé en la sangre que subía por el tubo del suero, saliendo desde mi vena abierta. Y me dormí pensando en que quizá todos tenemos un poco de maestro y alumno, de espía y actor en esta circense existencia.

Pasaron unos días. De urgencias me llevaron a una habitación en la tercera planta, y de ahí a la casa de mis padres. Me encontraba mucho mejor, y ya podía hablar y andar casi sin ayuda, aunque seguía sin recordar nada. Me visitaron mis amigos, mi familia, mis compañeros de trabajo, y todos ellos se reían divertidos ante mi imposibilidad de recordar absolutamente nada. Así que se turnaban para traerme fotos y videos, contarme historias y ponerme al día de lo que había sido mi biografía, incluyendo el terrible accidente de tráfico en el que ‘tanta suerte tuve’. En pocos días yo ya era un experto en mí mismo.

Nunca recobré la memoria. Y de aquella parte de mi vida que me tuve que aprender, sólo queda lo que los otros sabían de mí. A menudo me pregunto cuánto de mí murió en aquel accidente.

jueves, noviembre 25, 2004

1.000

Para mi Lady Marian, real e imaginaria,
para aquella por quien empezó todo,
como un juego que no se juega,
como un laberinto que no se anda,
para quien buscó el rostro detrás de la coraza,
y me cubrió bajo el infinito cielo de sus labios,
para aquella que pintó de azul sus palabras,
para quien me tienta, quien me entiende,
para quien camina descalza sobre mis ganas,
para quien vio más de lo que soy,
aun cuando no soy ni siquiera lo que calla,
para quien me abraza, para quien me llama,
para aquella a quien recordar es olvidar que olvidaba,
para ti, que te lees en mis palabras

y que seguro has sido mi visita número 1.000.

jueves, noviembre 18, 2004

Casi no recuerdo el día en el que mi alma se suicidó

Sé que era otoño, y los días se acortaban rápidamente. El viento y el frío fuera animaba a quedarse en casa, así que dedicaba la tarde a revisar y ordenar todos los recuerdos y fetiches de las vacaciones recién pasadas.

Ese verano había comenzado sin planes, por lo que decidí hacerlos por el camino. Tomé un tren que me llevó de Hendaya a París. Al llegar a Montparnasse ya había resuelto que mi próximo destino sería Praga, empujado por Kafka que me acompañaba en aquel viaje.

El trayecto desde Montparnasse Bienvenue hasta la Gare de l'Est es sencillo hasta para los que nos perdemos en las grandes ciudades. Línea 4 del metro, sin transbordos: Saint Placide, Saint Sulpice, Saint Germain des Pres, Odeon, Saint Michel, Cite, Chatelet, Les Halles, Etienne Marcel, Reaumur Sebastopol, Strasbourg Saint Denis, Chateau d'eau y finalmente Gare de l'Est.

Antes de que pasaran las dieciséis horas que separan Paris Est de Praha Smichov ya tenía perfectamente ubicados, construídos y hasta decorados su Castillo, el Puente de Carlos sobre el Vltava, su Ciudad Vieja y Barrio Judío,... Al llegar todo me era familiar.

La casualidad me llevó a alojarme en el mejor sitio que podría haber imaginado. La residencia de estudiantes de Strahov, sobre la colina Petrin, se utilizaba durante el verano como youth hostel para turistas sin recursos. A sólo 15 minutos andando desde el castillo, con una espectacular vista sobre Lesser, Strahov era el centro más joven y vivo de la ciudad.

En Strahov sólo había habitaciones dobles. Esto suponía una pequeña dificultad para los viajeros solitarios, ya que no estaba permitido ocupar cuartos individualmente. Por ese motivo, justo frente a la zona de recepción, aquellos desparejados que lo deseaban, esperaban la llegada de otros de su misma condición, para crear en cuestión de segundos una pareja de hecho que les permitiera beneficiarse de las 100 coronas por noche que costaba el lugar.

Pasaron varios grupos y parejas, mientras yo esperaba. Más tarde, en la ventanilla, una mochila enorme y dos piernas. Solo la veía por detrás mientras hablaba con la encargada de la recepción. Ella asentía al explicarle la recepcionista lo que media hora antes me había contado a mí. Giró su cabeza, y me miró siguiendo las indicaciones de aquella señora. Y se dirigió decidida hacia mí. Se llamaba Johanna y era colombiana. Como estudiante de intercambio en Francia pasaba en Europa sus últimos días antes de regresar a Bogotá a pasar el verano con su familia. Curiosamente había llegado desde París, en mi mismo tren.

No describiré a Johanna, únicamente diré que en aquella época yo era un tipo con suerte.

Como pareja de hecho, adecué mis planes a los suyos y alquilamos una habitación por una semana. El cuarto recordaba mucho más a un hospital que a un hostal. Las paredes, techo y suelo estaban pintados del mismo blanco. Había dos blancas camas con estructura de hierro, una silla blanca y un armario blanco. El cuarto de baño era el más grande que jamás he visto. Estaba en la misma planta, con unas 200 duchas, y una única pared que separaba la zona masculina de la femenina.

Un minuto le llevó a la sonrisa de Johanna acabar con la sensación extraña y ligeramente violenta al entrar en la habitación. Una hora pasó hasta deshacer el equipaje, organizar el cuarto y repartirnos el armario. Un día necesitamos para enamorarnos. Y una semana fue todo lo que el destino quiso regalarnos.

Ciento ochenta y cuatro horas más tarde, de nuevo la Gare de l'Est, en París. Metro, línea 4 hacia el norte. La siguiente estación es la Gare du Nord. Allí me quedé yo, esperando mi próximo tren, destino Copenhague. Y allí Johanna cambiaba al RER, que le llevaría a Charles de Gaulle, donde unas horas más tarde tomaría su avión.

Semanas después, mi mente y mi corazón se habían puesto de acuerdo para recordar aquellas vacaciones como maravillosas. Pero mi alma se empeñó en recordar solo la Gare du Nord.



Quise yo volar contigo
al otro lado del espejo.
El espejo fue espejismo
y el vuelo al desconsuelo.

Quisiste tú también volar
de la realidad al sueño.
Es un vuelo más pequeño
del sueño a la realidad.

viernes, noviembre 12, 2004

Tu espalda

Solo son necesarias unas determinadas condiciones de presión y temperatura para hacer que los átomos de carbono cristalicen en su forma hexagonal o en su forma cúbica. Unas miserables 'condiciones determinadas de presion y temperatura' que harán de esos átomos algo sucio, oscuro y sin valor, o algo de extraordinaria belleza, dureza y transparencia.

Sin embargo su destino, su existencia será tan diferente... si eres un montón de átomos de carbono cristalizados hexagonalmente te arrancarán a golpes de tu tierra, te trocearán y terminarás tus negros y polvorientos días combinándote con el ardiente oxígeno, cuyos átomos te rodearán a pares, crepitando en las brasas del infierno de la central térmica, y evaporándote sin más. En cambio, si la presión y la temperatura fueron tus aliadas, ah entonces, tu vida será otra cosa. Serás rescatado de entre la ganga y la turba, serás limpiado y tratado con dulzura, serás tallado y moldeado por manos artesanas, y quizá tengas la suerte de pasar generación tras generación por el cuello, pecho, dedos, muñecas y orejas de las más delicadas mujeres.

...

En eso pensaba yo mientras miraba tu espalda, moviéndose al ritmo de tu acompasada respiración, más serena que la mía. Ambos acostados en aquel lienzo vacío que a mí me pareció inmenso. Yo te tocaba solo con mi mirada, y tú huías hasta del tacto de mis ojos. Y tu silencio. También pensaba en ello mientras oía tu silencio añorando tus susurros, cuando te aliabas con tu frío desdeñando mi calor. Tú, la medicina para mi soledad. ¡Malditos efectos secundarios!

Habría matado por sentir tu aliento en mi rostro, tus labios en mi piel, tus sueños en los míos, porque tus dedos taparan mis heridas, porque... porque te hubieses girado. Pero no te importe. Me conoces. Sé pasar una noche solo, y dos, y tres... y todas.

Tu buscabas un diamante, aunque deberías saber que todos los carbonos somos polvo de grafito cuando nos calentamos
(por encima de 1200 ºC).

sábado, noviembre 06, 2004

El cuentista

Me han llamado cuentista... Y me he sentido halagado.

Comencé a leer cuentos porque son cortos. Nunca tengo tiempo, así que había que optimizar el proceso. Ahora envidio a aquellos que son capaces de condensar en unas pocas líneas toda la fuerza de 20 tomos.

A veces es una melodía, otras un paisaje, o una cita con alguien especial, una cara conocida o desconocida, un perfume nuevo o viejo, una mirada, una fotografía, una llamada inesperada o muy esperada, un amigo, un beso, una historia, una carta, un viaje, o un recuerdo... Despertamos cada mañana entre las mismas sábanas, y sin embargo, de vez en cuando, algo ocurre que hace de ese día algo especial.

Hoy ha sido, como no, un cuento (otro) de Papini, El reloj parado a las 7. ¿Quién más se lee en él?

Hay en una de las paredes de mi cuarto un hermoso reloj antiguo que ya no funciona. Sus manecillas detenidas casi desde siempre, señalan imperturbables la misma hora: las siete en punto..Casi todo el tiempo, el reloj es sólo un inútil adorno en una blanquecina y vacía pared.
Sin embargo hay dos momentos en el día, dos fugaces instantes en que el viejo reloj parece resurgir de sus cenizas como un ave fénix.
Cuando todos los relojes de la ciudad, en sus enloquecidos andares marcan las 7 y los cu-cu y los gong de las demás máquinas hacen sonar por 7 veces su repetido canto, el viejo reloj de mi habitación parece cobrar vida. Dos veces por día, a la mañana y a la noche, el reloj se siente en absoluta armonía con el resto del universo.
Si alguien mirara el reloj solamente en esos dos momentos, diría que funciona a la perfección...
Pero pasado ese instante, cuando los otros relojes han acallado su canto y las manecillas siguen sus monótonos caminos, mi viejo reloj pierde su paso y permanece fiel a aquella hora que alguna vez detuvo su andar.
Y yo amo ese reloj y cuanto más hablo de él, más lo amo, porque cada vez me siento más parecido a él. También yo estoy parado en un tiempo, también yo me siento clavado e inmóvil, también yo soy de alguna manera un adorno inútil en una pared vacía.
Pero tengo también fugaces momentos en que, misteriosamente, llega mi hora.
Durante esos tiempos, yo siento que vivo. Todo está claro y el mundo se transforma en maravilloso. Yo puedo crear, soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes que en todos los otros momentos. Estas conjunciones armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una secuencia inexorable.
La primera vez que lo sentí, traté de aferrarme a ese instante creyendo que podría hacerlo durar para siempre. Pero no fue así. Como a mi amigo el reloj, también a mí se me escapa el tiempo de los otros.
...Pasado estos momentos, los otros relojes que anidan en otros hombres, continúan su giro y yo vuelvo a mi rutinaria muerte estática, a mi trabajo, a mis charlas de café, a mi aburrido andar que acostumbro a llamar vida.
Pero yo sé que la vida es otra cosa..Yo sé que la vida, la vida de verdad es la suma de aquellos momentos que aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía con el universo.
Casi todo el mundo, pobre, cree que vive.
Sólo hay momentos de plenitud y aquellos que no lo sepan e insistan en querer vivir siempre, quedarán condenados al mundo del gris y repetitivo andar de la cotidianeidad.
Por esto te amo, viejo reloj, porque somos la misma cosa tú y yo.

lunes, noviembre 01, 2004

La furia y la tristeza

Si de algo realmente disfruto al conocer lugares lejanos es de la sensación de sentirme extranjero. Creo que es porque así me siento como en casa.

Ser extranjero y saber escuchar es lo que se necesita para que los más viejos del lugar desempolven sus historias y las compartan con quien desee hacerlas suyas.

Me habían invitado a cenar. No tengo mucho problema para comer cualquier cosa, pero en según qué latitudes despegar la tapa de la cazuela me provoca cuando menos expectación. Las llamaban ‘palomas’. Y sabían mucho mejor de lo que su olor pronosticaba. Se trataba de carne bastante especiada de varios animales, que se había dejado curar entre hojas de berza que la envolvía en forma de hatillos. Tras varios días de curación entre las hojas, se cocía en una mezcla de agua, leche y remolacha, que le daba a la salsa un color rosa intenso inesperado para una comida seria.

No me gusta contradecir a los mayores, pero casi tuve que forzar a la abuela cuando intentaba servirme la sexta ‘paloma’ en aquel plato enorme. La salsa rosa desbordaba sobre el mantel de las grandes ocasiones. Junto a los cubiertos desparejados, un huevo cocido y un pepino, que se utilizaban a modo de pan.

Yo sabía que todos me miraban esperando mi reacción al primer bocado, que fue discretamente exagerada, con lo que me gané a la cocinera, que me amenazaba con otra cazuela llena.

Después de la cena, regada con bastante vodka como era costumbre, la sobremesa fue larga y muy divertida. La traducción al inglés de los chistes de la abuela se tragaba toda su gracia, aunque viceversa ella se desternillaba, cuando escuchaba la traducción de los míos. Creo que me devolvía mi galantería con la cata de las ‘palomas’.

Sobre la alacena del comedor una figurillas de madera llamaron mi atención, y la abuela, atenta a todo, las tomó y me las brindó. ‘Son la furia y la tristeza’, me dijo. Se sentó junto a mí, y llenando nuestros vasos de vodka comenzó a contarme...

Existe en lo más profundo del bosque una puerta a un lugar encantado donde muchos hombres nunca pueden llegar, y donde otros muchos transitan eternamente sin darse cuenta... Ese lugar es mágico, ya que en él se vuelven concretas todas aquellas cosas que no podemos ver.
A una laguna de agua cristalina y pura, mágica y transparente se acercaron para bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia. Las dos se quitaron sus vestimentas, entrando en el agua desnudas y de la mano.
La furia, intranquila como siempre esta la furia, apurada sin motivo, se bañó rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua.
Pero la furia es ciega, y no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apresurada, se puso al salir la primera ropa que encontró... la de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calma y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro, sin conciencia del paso del tiempo, con lenta pereza, salió del estanque. En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba.
Si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la de la furia.
Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si miramos bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... se esconde la tristeza.


La abuela me regaló las figurillas envueltas con su sonrisa, mientras apretaba mis manos con las suyas.

jueves, octubre 28, 2004

Caminos de hierro

Tenía yo dieciocho años y mi mundo se reducía a dos provincias. Ni me preocupaba por ello ni quería que ello me preocupara. ‘Para que voy a tener frío si no tengo nada que ponerme...’

Mi clase no organizó viaje de estudios en octavo de E.G.B. Ese fue nuestro duelo por la muerte de un compañero. En el último momento tuve que renunciar al viaje a Roma, para el que tantas papeletas vendí en tercero de B.U.P., por una serie de acontecimientos que sumieron a mi familia en una bancarrota que duró mucho tiempo.

Mi preocupación a esa edad consistía en renovar continuamente la única posibilidad que la realidad me daba, sin plantearme demasiado el sentido de todo ello: trabajar para ese día poder estudiar, estudiar para algún día poder trabajar.

Durante mi época de universidad viví en una habitación alquilada en un piso compartido con otros estudiantes. Nos divertíamos recortando cada semana hasta el absurdo el presupuesto para comida, inventando recetas con premio a la más barata, sin puntos por ningún otro concepto. Rondé tanto al sacrificio que me enamoré de él hasta aburrirle con mis cortejos. Vivía obsesionado por demostrarme a mí mismo como de fuerte podía llegar a ser, por encontrar el mínimo y exprimir todo el jugo de la renuncia.

Mi habitación era la más pequeña de la casa. La más oscura. La más ruidosa. Yo la elegí. Ese cuarto miraba a la estación de ferrocarril. Durante el día, los cercanías paraban y partían contínuamente. Durante la noche los largas distancias y los mercancías pasaban ruidosos y casi siempre sin detenerse, despertando mis sueños. Yo dormía huyendo en ellos, acunado por su traqueteo. ‘En la vía 2, tren con origen en ninguna parte y destino a cualquier lado efectuará su salida de inmediato’.

Curiosamente, poco después, un viaje en tren cambió mi vida para siempre, sobre vías solo de ida a estaciones que ya no existen.

sábado, octubre 23, 2004

Puntas redondas

Rebuscar entre los recuerdos es como vivir de nuevo.
Fotos viejas, billetes de tren, cartas, libros y discos.
Parece que no pasa el tiempo, pero pasa.

Tuve una época en la que no quería poseer más de lo que pudiera llevar encima. Ahora, a pesar de que ocupen medio armario y aunque a veces duelan, no cambiaría esos fetiches por nada.

Ayer un viejo disco se me clavó mientras le quitaba el polvo.

Aun sangro.

Te tuve una noche de verano,
yo estaba muy solo, tú soñando.
Yo nada te quise confesar de mí,
tú nunca quisiste hablar de ti.
Nacieron las seis de la mañana
y un rayo de amor en mi ventana.
De pronto el recuerdo de un hogar sin calor
me hizo sentirme pecador.

Vete,
tú que eres libre como el viento
no escuches mi lamento, vete,
por favor, vete,
no mires hacia atrás.
Vete,
aunque se muera mi alegría,
aunque me seque en vida, vete,
por favor, vete,
hazlo por mí.

Lo que era deseo y aventura
se fue revistiendo de ternura,
pero una mañana pude huir de tu amor
como aquel que roba a una flor.

Vete,
tú que eres libre como el viento
no escuches mi lamento, vete,
por favor, vete,
no mires hacia atrás.
Vete,
aunque se muera mi alegría,
aunque me seque en vida, vete,
por favor, vete,
hazlo por mí.
Hazlo por mí.
Hazlo por mí.
Hazlo por mí.

domingo, octubre 17, 2004

El cielo bajo el mar (II)

Lo he hecho. Estoy aquí. He dejado de nadar. De inmediato, y como la vez anterior, mi ruido desaparece, el frescor me llena, y mis brazos y piernas se relajan mecidas por las corrientes. No lucho, sino que me dejo llevar. El agua me rodea, me abraza. Ha llegado el momento. Voy a abrir los ojos. Voy a desnudar las profundidades.


Con cierto recelo mis párpados apretados comienzan a relajarse. El agua busca los primeros resquicios entre ellos para desvirgar mis traslúcidos cristalinos. La siento fría. La sensación es de cierta tranquilidad ante lo aparentemente injustificado del miedo, y de extrañeza, al sentir ser tocado en lugares inhóspitos hasta el momento. El recelo va desapareciendo, y la confianza ocupa su lugar.

Intento no moverme, dejarme llevar, fluir con el agua. Mis brazos y piernas bailan la danza preferida del agua. A medida que desciendo la luz es más tenue, pero a pesar de ello mis ojos se acostumbran rápidamente a la oscuridad. Primero brillos y destellos, luego ráfagas de claridad, más tarde luces y sombras. Ya veo formas y movimientos. Todo es mucho más bello de lo que nos habían dicho, de lo que yo mismo hubiera podido imaginar. No quema ni contamina. No ensucia. No duele. Me invita a bailar. Me acaricia. Me besa.

Mis ojos ya están totalmente abiertos, incluso parpadeo como si el aire los resecase. Disfruto, me deleito con el espectáculo que se alza ante mis ojos. Seres singulares, curiosos, indiscretos, formas que aparecen y desaparecen burlando a mis sentidos, juegos de colores nunca vistos en la superficie, sombras, cumbres y simas. Me siento vivo, ágil, como si pudieda volar. Vuelo, decido mi rumbo y llego con facilidad a él. No estoy en el agua, formo parte de ella. He perdido el miedo y comienzo a adaptarme a mi nueva realidad. Danzo con las algas, acompaño a las corrientes, desafío a las mareas, retozo con las olas.

...

Me falta el aire. Desde que me sumergí he esquivado pensar en este momento. Pero ha llegado. Se que necesito el aire, por muy contaminado que esté. Intento apurar los últimos momentos aquí, en el agua, siendo agua. Danzo ya con demasiado esfuerzo y sin empuje. Mi cerebro necesita aire. Aire. Aire. Ya no piensa con claridad. ¿Y si probase a respirar agua? No, no. eso no es posible. No nací pez. Necesito aire. He de ascender. Rápido. Ya.

Como si deseara tener una última imagen que retener en mi húmeda retina y en mi recuerdo, miro hacia abajo. Hacia las profundidades. Están tan cerca. Tan cerca. Un pequeño impulso y podría posarme sobre ellas. Arriba el aire, abajo el final, el principio del mundo prohibido. ¿Me daría tiempo? ¿Podría tocar el fondo antes de salir, antes de regresar a la eterna superficie?

No hay tiempo para pensar. Arriba o abajo. Decide. Ya.

Bajo. Bajo más. Bajo mucho más. Y el fondo parece bajar conmigo. Se nubla la vista. Se apagan los ojos. La luz apenas llega. Ya no sé cuanto queda. La presión en mi cabeza. La urgencia en mis pulmones. Un último destello de lucidez para darme cuenta de que es demasiado tarde para arrepentirse y volver atrás. Solo me queda bajar.

Ya no veo, solo siento. El agua es más fría por aquí. La presión en mis oidos. El ruido de mis latidos atronando mi cabeza, y mis pulmones... mis pulmones explotando necesidad. No llego abajo, no alcanzo el fondo. Necesito respirar... lo que sea.

Respiro. Abro la boca. Aspiro profundamente. El agua me inunda por completo. Encharca mis pulmones y mis secretos. Ya soy más que nunca agua, por dentro y por fuera. Dejo de agitarme. Sin ver. Sin oir. Sin moverme. Siento como mi alma se ahoga y mi corazón descansa. Desciendo lentamente recostado sobre el agua, como si una mano me acercase a mi final. A mi destino.

Suave. Esponjoso. Blando. Acogedor. Esos son mis ultimos sentimientos al tocar el fondo, al abrazarlo, al fundirme con él. Ya somos uno. Ya no hay premuras. Ya no hay castigos. Esa fue mi voluntad y ese mi destino. Ir a ti.

jueves, octubre 14, 2004

Incoherencias y discontinuidades

Vengo oyendo desde hace un tiempo a una gran cantidad de personas que afirman estar cautivas en un cuerpo equivocado. Aseguran que la naturaleza cometió un error mayúsculo no adecuando su exterior a sus sentidos y sentimientos. Algunos incluso recurren a la cirujía, confiando en que el hombre arregle lo que Dios erró.

Es curioso. Yo he empezado a pensar que estoy muy contento con mi cuerpo. Tiene de todo. Todo funciona. Casi siempre de forma fiable y segura. Nunca me ha dado grandes problemas, sino en general bastantes satisfacciones. Sin embargo, creo que en mi caso el error se cometió con lo que metieron dentro.

Soy un cuerpo con una conciencia equivocada, apresando un alma que no es la mía, sufriendo dudas, desengaños, decepciones y frustraciones que el desgraciado de mi cuerpo no merece. Y me temo que la cirujía no es aún mi solución.

sábado, octubre 09, 2004

El cielo bajo el mar (I)

Cada vez me cuesta más seguir a flote. Antes me deslizaba sobre el agua, y ahora parece que su interior me atrae. No soporto este ruido ensordecedor, constante, este griterío bullicioso y desordenado. Serpentea por mis oídos, encontrando con facilidad aquellos últimos lugares en mi cabeza donde se instala. Intento taparme los oídos, pero si lo hago me hundo. La luz es cegadora, destellante, molesta. Pero me ocurre lo mismo si intento cubrirme los ojos. No puedo dejar de nadar. Debajo solo queda el mundo prohibido.

Pasan todos muy rápido junto a mí. Los que se percatan de mi existencia, no se molestan en variar su camino. Algunos me pasan por encima, sumergiéndome por unos segundos bajo el agua.

Siguiendo las reglas, cierro los ojos y contengo la respiración durante esos segundos, esperando el momento de recobrar el impulso ascendente y salir al exterior, contaminado, estridente, frenético, donde el calor me agobia, o el frío me consume. Solo queda nadar por nadar.

No puedo dormir. Si lo hago, dejo de nadar, y me hundo. Me siento agotado, sin fuerzas. Cada vez están más distantes las islas donde descansar. Distantes y repletas. En ellas nadie muestra el mínimo interés por mi. Indiferentes prefieren hacerme un vacío a hacerme un hueco. Veo pasar una isla tras otra. Las fértiles están ya repletas. Las áridas se desmoronan cuando intento encaramarme a ellas, desapareciendo rebeldes en las profundidades del océano que me rodea.

Esta vez alguien pasa sobre mí con más fuerza de la normal, o quizá yo opongo cada vez menos resistencia. Cierro los ojos, contengo la respiración. Desciendo más que nunca. Es extraña esta sensación. Toda la vida en el agua, y nunca he bajado hasta aquí. Un momento. Apenas unos segundos aquí, y ya ha desaparecido ese ruido dentro de mí. Solo llega un imperceptible murmullo de la mecánica actividad exterior. El agua me rodea por completo, y entra en lugares donde nunca había tenido tiempo para hacerlo. Entra en mí, casi violándome. Su frescor me proporciona un sensación placentera, de alivio, de tranquilidad, de serenidad, de limpieza. No nos está permitido sumergirnos, y mucho menos abrir los ojos. Con una mueca de sonrisa me doy cuenta que la ruptura de las reglas y las cadenas también me reconforta. Ya me falta el aire. Subo urgente. Abro la boca ansioso de aire sucio unos milímetros antes de llegar a la superficie, y termino la experiencia saboreando el agua clandestina.

Nado durante días, sin rumbo ni destino. Ya no quedan faros. Nado por nadar, intentando evitar cualquier atropello, cualquier accidente que me sumerja de nuevo. No debo hacerlo. Pero el sabor de ese agua, censurada, vedada, retumba en mi paladar. Mis músculos entumecidos no notan ya el cansancio, conocen su deber, y yo no reparo en ellos, solo saboreo el recuerdo de las gotas que conservo bajo mi lengua. Ese recuerdo pelea contra el arrepentimiento por mi falta de valor a la hora de abrir los ojos. 'Eran demasiadas reglas a romper', me justifico. 'No has roto nada, solo te rompes tú', me acuso.

Una vez. Solo una vez más. Me sumergiré una vez más y eso será todo. Abriré los ojos un momento, nuestro momento, el del mundo prohibido y el mío, y regresaré para siempre.

Lo he hecho. Estoy aquí. He dejado de nadar. De inmediato, y como la vez anterior, mi ruido desaparece, el frescor me llena, y mis brazos y piernas se relajan mecidas por las corrientes. No lucho, sino que me dejo llevar. El agua me rodea, me abraza. Ha llegado el momento. Voy a abrir los ojos. Voy a desnudar las profundidades.






domingo, octubre 03, 2004

El abrazo que te he soñado

sobre la almohada
Tu pelo hace cosquillas en mi nariz
y yo no veo más allá de ella

bajo tu pelo
Mis labios buscan tu nuca
y tú humedeces los tuyos

entre las sábanas
Mi pecho devuelve el hormigueo a tu espalda
y tú lo multiplicas en mí

junto a tu sexo
Mi mano se desliza en tu vientre
desde tu ombligo a tus pechos

tras de ti
Mi delirio se acomoda a tus curvas
y a tus lamentos

en tu deseo
Mis piernas pactan con las tuyas
y con su dulce trasiego

como péndulos
Tus pies rastrean a los míos
rezando a mi calor

en mi sueño
Tu respiración se adelanta a la mía
y a todos mis deseos


viernes, septiembre 24, 2004

Cerrado por defunción

- Buenas noches.
- Bienvenido a casa. ¿Cómo fue tu viaje?
- Conocí a alguien.
- ¿Sí? Cuéntamelo.
- No lo entenderías.
- Inténtalo.
- Además, ella te conoce.
- Yo conozco a mucha gente. ¿Estás cansado? Pareces triste.
- No. No tengo motivos para estarlo. Ni siquiera para odiarme. Solo tengo razones para volar, para renunciar, para aprender y crecer... Debo sonreir aunque me cueste, me fuerce, me duela. Ese es el camino. El mío. Además, me dijo que siempre tendría su mano.
- ¿Su mano? Ven. Toma mis brazos. Yo te abrazo siempre, ¿no lo recuerdas?
- Sí, no dejas que te olvide.
- Ven, vamos a dormir.
- Tenías razón. No puedo ponerte cuernos, Soledad.

martes, septiembre 21, 2004

El desgarro

Era de noche, pero aún hacía mucho calor. No refrescaba nunca. Incluso a esas horas el bochorno era más pegajoso y evidente. Los estridentes reclamos de cada uno de los mercaderes para atraer la atención insaciable de los turistas, provocaban en mí el efecto contrario, en un intento vano de encontrar un remanso de silencio inexistente en aquella locura.

Como si nadie estuviera a gusto en su lugar, todos en la marabunta nos mezclabamos en corrientes, remolinos y mareas. Con prisa lenta nos agolpábamos en la búsqueda afanosa de cualquier objeto que a precio de ganga pudiera satisfacer nuestra avaricia. Y así, entre bolsas, sudor, gentío, gritos, calor, mosquitos, apreturas, regateos y falsas conquistas, la noche iba cambiando de manos artesanías más o menos artesanas, ropas mentirosas, Trolex de oro y demás productos esenciales.

Siempre me ha gustado considerarme 'viajero' y hasta casi me ha ofendido ser 'turista'. Me parecía que el aire bohemio que rodea al primer concepto se acercaba mucho más a mi realidad que la connotación de temporalidad, medios, organización y previsibilidad que encorsetan al segundo. A pesar de ello, en medio de aquella agobiante peregrinación por todos los pasos del viacrucis del bazar, imaginaba el vergonzoso e injustificable espectáculo desde los ojos de los mercaderes. ¿Cómo podía yo pretender ser diferenciado de los 'turistas' en semejante tesitura?

Esa desubicación, añadida al sofocante calor, a las mangas largas protectoras de mosquitos y malarias, a los gritos y reclamos, y a la multitud a la que parecia soldado hizo que el malestar se tornara desasosiego, el desasosiego angustia, la angustia ansiedad, la ansiedad irritación, y ésta terminara en ira.

No podía respirar. Aire, aire. Salir de allí. Saltar. Huir. Volar. Mi derretido cerebro ahogado ya por aullidos, solo quería volar. Pero la única posibilidad era seguir con la turba, formar parte de ella hasta que aquel infierno terminara en algún sitio, en cualquier sitio.

Como queriendo marcar un souvenir a fuego en mi corazón, pronto una experiencia más se unió a las anteriores. Los 'pobres'. Aquel genérico que englobaba a todos los desamparados, sin techo, sin suelo, sin paredes, sin nada de la ciudad. Aquellos que tendían una huesuda mano a quienes no habían tenido tiempo de cobijarse en el interior de la manada para protejerse de ellos. Yo, buscando aire, estaba entre los despistados de la orilla. Una mano tras otra me recorría desde la cabeza hasta las rodillas buscando una moneda que nos situara a cada uno en nuestro rol social. El pobre y el rico, el que da si quiere y el que toma si puede, el que dilapida exageraciones y el que exprime las migajas.

Si no me diera vergüenza, llamaría jauría a las decenas de personas que perseguían mi manirrota generosidad, que acabó con las monedas de 1, de 5, de 10, de 20 y de 50 para los más afortunados. Ya sin metales en mis bolsillos, las manos a mi alrededor olvidaron la súplica y se convirtieron en exigencia. Los roces y toquiteos para llamar mi atención se alimentaban unos a otros. Rápidamente medraban a golpes y arañazos. Mi ropa se desgarraba, mi piel se lastimaba y mis compañeros de manada me dejaban a mi suerte. Se ve que yo fui la gacela coja sacrificada. Sin reparos ni vergüenzas, las manos que me rodeaban decidieron que era el momento de reivindicar lo que yo había escondido a mi altruismo, buscando en cada rincón imaginable.

Defendiendo más que mi cartera, exploté. Agitaba mis brazos, golpeando y resguardándome. Apartaba de mí bruscamente a aquellos desgraciados, descargando mi ira entre gritos y alaridos. Unos minutos de golpes y rabia, y después estaba solo. Las manos habían desparecido. Yo respiraba muy sofocado. Jadeante, desaliñado, enrabietado, miraba fijo a ningún sitio mientras esperaba nada.

Una mano detrás de mí, a la altura de mi muslo, de nuevo tiró de mis pantalones hacia abajo. Con gran estruendo, crecido y muy encrespado, me giré sobre mí mismo apartando esa mano con fuerza, golpeándola y vociferando.



Era difícil calcular la edad de aquel muchacho. Al tener sus piernas mutiladas no llegaba mucho más alto de mis rodillas, pero yo le calculé unos 6 años. Mientras se acercaba de nuevo a mí, después de mi empujón, pude comprobar que se desplazaba utilizando sus brazos y sus encallecidas manos como muletas, apoyando en el suelo el extremo inferior de su tronco a cada 'paso'. Lo que quedaba de su cuerpo se debatía entre suciedad y harapos. Con evidente miedo, pero con resolución se acercó de nuevo a mí.

Dos segundos. Creo que no fue más que eso el tiempo que él clavó sus ojos en los míos. Dos segundos de silencio. De indecente vergüenza, de indignidad, de obscenidad, de infamia, de perversa inmoralidad, de crueldad y depravación. De infinito desgarro.

Quiso el niño romper el momento, acercando a mi mano la suya, en la que apretaba mi cartera. Toqué su mano infantil al cogerla. Dura, aspera, sucia. Mudos los tres, él mi alma, y yo. Aguanté entre mis dedos los suyos por unos instantes.

Le vi desaparecer entre los escombros de un edificio cercano. La velocidad a la que se movía era increíble, teniendo en cuenta su mutilación, pero parecía acostumbrado a huir de aquellos silbatos. En apenas unos segundos se desvaneció de entre los dedos de la tourist police que vino a 'socorrerme'.

Ya entonces, mientras me colocaba la ropa y me tragaba mi vergüenza, sabía que los golpes y arañazos de aquella noche me acompañarían lacerantes cada día. Quizá por eso conservo intacta aquella cartera. Aunque sé que nunca volveré a encontrarme con aquel chiquillo, quisiera intercambiarle de nuevo la cartera que me devolvió por el alma que allí perdí.

Algún hijo de puta de entre la manada, gastaría los beneficios del tráfico de la mina antipersona que segó las piernas de ese muchacho, follándose a su hermana.

Joder, que infamia.

lunes, septiembre 20, 2004

Recuerdos y engaños

Tiendo, como imagino que hacemos todos, a rememorar las vivencias pasadas de una forma mucho más seductora de lo que en realidad fueron.

Gran parte de mi vida no merece ser recordada. Por rutinaria, aburrida o absolutamente carente de interés. Los malos recuerdos suponen una carga tan pesada que involuntariamente decido ignorarlos, transformarlos o moldearlos según convenga, de tal forma que cada día parecen menos horribles y mi pasado, mejor de lo que fue. Incluso, y una vez transcurrido el tiempo suficiente, he sido capaz de reinventar la realidad hasta hacer asumible lo sombrío, aceptable lo mediocre, blanco oscuro lo negro.

De igual forma, los pocos momentos felices que de cuando en cuando han hecho mi vida más llevadera, los recuerdo de forma mucho más intensa y prolongada de lo que realmente fueron. Estoy convencido de que Dios o la Evolución decidieron crear este mecanismo de defensa para proporcionarnos un resto de vida más placentero, para que el pasado no supusiera un lastre tan pesado que no nos dejara despegar hacia el futuro. Para autocomplacernos con nuestra existencia, aunque esta sea deforme.

Pues bien. Yo maldigo esta falacia cerebral. Miro hacia atrás y me veo feliz, radiante. Me veo afortunado, dichoso. Me veo fuerte, decidido, resuelto, valiente. Me veo querido, deseado. Y ahora dudo ¿Fue auténtico mi casi perfecto pasado? ¿O fue mucho más parecido a mi presente, pero autoesculpido a mi gusto?

Ya no sé si es culpa de estos juegos neuronales el hecho de que cada día me parezca peor que el anterior, por lo malo del hoy o por lo posiblemente falso del ayer. Lo que sé es que no quiero recordar. Son los recuerdos los que murmuran dentro de mí...'cada día eres peor'.

viernes, septiembre 17, 2004

Ansia de fuga

"Me despierto todos los días con el ansia de la fuga..." J. Cortázar

Hoy me he despertado, como cada día hasta ahora. Y también como cada día he abierto los ojos, he encendido la luz de mi mesita, y he soplado como intentando espantar los fantasmas de la noche. Me he levantado, y después de la ducha, el afeitado y el desayuno me he dado cuenta de que eran las 2:48 de la madrugada. Debo haber soñado con que oía el despertador y he empezado 4 horas antes de lo habitual la rutina diaria.

Después de unos segundos de duda, ya totalmente despejado, me he desvestido y me he vuelto a acostar. En ese tiempo muerto, sin nada que hacer, ni que decir, he pensado en la frase de Cortázar, quizá solo para compartir algo con alguien, a quien había propuesto un juego alrededor de esa frase.

Amanecer una y otra vez ansiando evadirse. Y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. "Me despierto todos los días con el ansia de la fuga (...) es algo grave, un despertarse en plena noche y decirse: 'O te vas o te mueres'."

Después de valorar ambas alternativas, he decidido de momento seguir obedeciendo la sabiduría popular mejicana... "O te aclimatas, o te aclimueres".

Así que seguiré aclimatado.

jueves, septiembre 16, 2004

Zanacol

Suena a fármaco. De esos que te producen úlcera gastroduodenal, mareos, vómitos, eczemas, pruritos, somnolencia, vista nublada, picores e irritaciones, pero que te dejan como nuevo del dolor de cabeza. Pero no, no es ningún medicamento.

Un zanacol no es nada. Los zanacoles no existen. Aunque yo lleve toda la vida buscándolos. No son más que el disfraz de mi utopía. Una zanahoria de la que pueda comer también las ramas, una col de la que pueda comer también la raíz, entera, sin desechos, sin desperdicios, todo aprovechable, nutritivo.

Busco zanacoles continuamente. En mis amigos. En mi trabajo. En mi familia. Cuando veo la tele, leo, en internet. Cuando escucho música. Cuando conozco nuevas personas. Cuando viajo. Cuando voy de compras. Cuando escribo, hablo por teléfono o pongo un email... continuamente, siempre atento. Busco aún a sabiendas de que nunca los voy a encontrar. Y busco tanto porque en ocasiones me he encontrado con algún casizanacol, y al vampiro que vive en mí le ha parecido llegar al Dorado, al Cabo Norte de las sensaciones, lo que nos ha satisfecho a ambos enormemente.

Pero no te equivoques. No es el encuentro de los zanacoles lo que me empuja a seguir viviendo, sino la búsqueda, el camino. No me frustra no encontrarlos, pero me desalienta, me aplana, me duele no poder quedarme con los pocos casizanacoles que el destino me pone por delante, y la vida me obliga a dejar atrás.

miércoles, septiembre 15, 2004

Las pequeñas cosas

No suelo dormir bien. No recuerdo cuando empezó, pero poco a poco se ha ido instalando en mí una horrible manía de repasar por la noche lo peor de cada día, de anticipar el día siguiente. No encuentro acomodo, y, sin duda lo peor, sigo sin acostumbrarme a la soledad de mi compañía.
El caso es que a medida que pasan las horas, me resulta incluso más difícil conciliar el sueño, ya que comienzo a preocuparme por no descansar lo suficiente para afrontar el nuevo día.
Cuando he conseguido dormirme, cualquier cosa me despierta, y suele ocurrir que o bien faltan dos minutos para que suene el despertador, cuando tengo la sensación de haberme dormido hace apenas unos momentos, o que aún quede un buen rato para dormir, pero ya me sea imposible hacerlo.

Anoche me acosté pronto. Muy cansado. Mucho. Quizá por eso me quedé dormido en apenas unos minutos. De hecho, yo mismo notaba que lo hacía y me regodeaba en ello. Sin embargo, a las 12:24 de la noche el móvil sobre mi mesilla vibró como para hacer despertar a un muerto. No suelo tener el móvil cerca de mí por la noche, pero hoy no podía faltar a una cita y necesitaba un doble despertador. Era un mensaje. En un segundo ya estaba totalmente despierto, con ese desvelo que yo conozco tan bien, de quien ya no va a dormir en un buen rato.

Tomé el móvil, abrí el mensaje y leí: 'Ya sabes, si no puedes dormir no dudes en llamarme, amigo. Muxus.'

Quizá sea porque los que no tenemos grandes ambiciones, apreciamos las pequeñas cosas especialmente. O porque a pesar del desvelo, estaba más cansado de lo que yo creía. El caso es que dejé el móvil sobre la mesita, sonreí y en apenas un minuto ya dormía de nuevo.

Esta mañana me siento estupendamente.

martes, septiembre 14, 2004

Nieves de verano

El diablo había alineado los planetas. Todos en orden. No había escapatoria. Además, él tampoco deseaba escaparse. Aunque las dudas habían ocupado todo el espacio en el cajón de los remordimientos, nada como un paño húmedo de deseo para acabar con ellas.

Era evidente para ambos que la atracción había sido mutua, fulgurante. Las palabras de uno y de otro se atropellaban en la pantalla. Ambos ansiaban acabar cuanto antes con esa poco deseada fase de forzada distancia, una vez se habían demostrado con apenas unas frases lo que los dos buscaban leer, saber, encontrar en el otro.

En solo unos días, habían compartido muchos meses. Era ya inevitable. Tenían que encontrarse. A pesar de la distancia, de las dificultades de ambos, el bueno de Lucifer les echó una mano.

Un fin de semana. El primero. El único. El último. Una cita en una estación de tren. Un día para descubrirse. Una noche para amarse. Una resaca de sentimientos confundidos.

Meses después, él, como cada cierto tiempo, hace recuento de sus haberes: ‘Ahí están, no falta ninguno. Todos presentes: el deseo, las dudas, los remordimientos, Lucifer, y... un momento, tú eres nuevo...’. Un recuerdo. Un recuerdo de algo inesperado, extraordinario, inaudito, y quizá... inventado. Como las nieves de verano.

lunes, septiembre 13, 2004

Más a menudo

‘Cierra los ojos’, me dijo con una voz que incitaba a todo.
......................
‘¿Te gusta así?’, preguntó casi regodeándose en su meloso tono.
‘Si, perfecto’, contesté mientras me acomodaba.

Siguiendo sus instrucciones cerré los ojos. En pocos segundos estaba totalmente relajado. Ella enredaba mi pelo entre sus dedos. Una y otra vez. De vez en cuando masajeaba dulcemente mi nuca, mi frente, mis sienes. Tan dulcemente que hasta parecía fuera de lugar.

En aquella posición, recostado, con los ojos cerrados, mientras su cuerpo seguía aquel rítmico vaivén, sus manos acariciándome, anudando sus dedos en mi pelo, de nuevo ocurrió lo que a menudo me ocurre, y es que mi alma pierde adherencia, y se separa de mi cuerpo. Ya me he habituado a ello, pero no por desacostumbrado me resulta menos impactante. Desde aquella privilegiada posición elevada, donde mi alma controlaba cada rincón de la habitación, la escena resultaba realmente sugerente. Mi cara revelaba un aspecto de satisfacción absoluta. A pesar de la separación ‘física’, cuerpo y alma disfrutaban por igual del momento. Ambos sentían el suave contacto de aquellos diez tiernos, firmes, dedicados dedos.

El ‘orgasmo digital’ que estaba próximo se frustró repentinamente, al frenar en seco las caricias y escuchar un malvenido ‘ala, ya puedes pasar a cortar’. La realidad dio una patada en el culo de mi alma, pegándola de nuevo a mi cuerpo.

No me importó. He decidido cortarme el pelo más a menudo.

domingo, septiembre 12, 2004

El domingo en el que desaparecieron los besos de buenos días

Ya sólo quedaban de esos. De los de sin pasión. De los mecánicos. De esos programados, en los que nuestros labios se unían áridos por unas décimas de segundo.

Ya, ya sé que no es mucho. De hecho yo pensaba que no era nada. Pero como en casi todo, uno se da cuenta de su valor justo en el momento en el que los pierde.

Aunque no fuesen ni besos en el sentido físico de la palabra, ya que eran más un recordatorio, una especie de pequeña llama de esperanza, ese pequeño y aislado acto de amor era para mí el último clavo ardiente, la última puntada de nuestro amor hilvanado.

Hoy se ha levantado antes que yo. Es domingo. El resto de la semana lo hago yo antes. Pero eso no era motivo para que en cualquier momento del día en el que nos veíamos por primera vez, nos diéramos el beso de buenos días. Hoy ha pasado junto a mí. Amable. ¿Has dormido bien? Casi sonriente. Pero sin beso.

Un rato después me ha dicho ¿Hacemos la cama? Como si la hubiéramos deshecho...

viernes, septiembre 10, 2004

Martha

Son las 8. Acabas de llegar a tu hogar después de un larguísimo día de trabajo. Te has descalzado y sin aun colocar los zapatos en su sitio, has conectado el ordenador, 'para que vaya arrancando mientras me pongo el pijama' has pensado. Hoy no buscarás un rato de evasión en una charla más o menos trivial, en función de qué muñequito del messenger este verde o rojo, ya que tu hermano que ha venido a visitarte te requerirá cierta atención. Además, tu messenger es privado, íntimo, solo tuyo... Sin embargo, sí querrás ojear tu correo electrónico. No esperas grandes noticias, pero deseas ver quién se ha acordado de ti, y ha dedicado unos segundos de su vida a reenviarte un chiste, o a dedicarte un pensamiento.

Hoy, mientras volvías en el autobús mirabas hacia el color del cielo y pensabas en que cada año los días comienzan antes a acortarse. Acaba de pasar el verano, y el otoño acecha con vientos y lluvias inminentes. El aspecto del pueblo cambiará, las ropas y los gestos de frío e incomodidad en las personas que a diario ves en el mismo autobús parecerán amoldarse gradualmente a la nueva estación.

En el autobús has colocado tu bolso en el asiento de al lado, como una muralla, o una coraza subliminal. Aunque te apetecería hablar, conocer a alguien, no te gusta que ese viaje de vuelta a casa se vea turbado. Es tu momento de evasión diario, donde no cabe hacer otra cosa que no sea pensar, imaginar... Miras a quien te rodea. Las dos ancianas que vuelven del centro y que no fallan en su excursión diaria al médico, a la farmacia o al parque. Esa pareja de enamorados estudiantes que entre parada y parada toman aliento. El muchacho solitario con la mirada perdida por lugares cercanos a tu mirada... Te sorprendes inventando una historia detrás de cada persona, y sin darte cuenta, cada uno de ellos ya tiene una vida figurada dentro de tu imaginación, a pesar de que apenas has cambiado alguna vez unas palabras de cortesía. Una historia detrás de cada vida, piensas. La historia que a cada uno nos hace especial...

Un pensamiento fugaz cruza tu mente...

¿Te observan?. Sí. Lo hacen. No puedes evitar sentir halago a la par que curiosidad, al saberte observada. El muchacho de la mirada perdida parece haber centrado hoy más que nunca su mirada en ti. Sus esquivas pupilas se posan en las tuyas con más frecuencia e intensidad que de costumbre. Se sienta en los asientos de la izquierda, girado hacia ti. Tú te debates entre seguir mirando el atardecer por la ventana o devolver la callada mirada. La situación ha comenzado a parecerte ligeramente incómoda. Te gusta sentirte observada, te halaga, pero a la vez quieres que tu espacio vital no sea violado de una forma tan flagrante. Aparentando indiferencia te giras, pero no le miras. Abres el bolso y tomas un libro. Te encanta leer, y últimamente dada tu falta de tiempo te has decidido por comenzar con aquel libro de relatos cortos que espera en una estantería en tu salón desde Reyes. Juan José Millás. Habías oído hablar de él, pero esto era lo primero suyo que tenías entre tus manos. Ojeas el índice. Hay muchos cuentos en el libro, y te sorprendes al comprobar lo cortos que realmente son algunos de esos relatos. Un título te llama la atención, y decides comenzar por ahí: 'El paraíso era un autobús'. Lo lees ávidamente, y reparas en la cantidad de detalles con los que te identificas de una forma tan clara. ¿Somos todos tan iguales? piensas.

Confusa, algo turbada, cierras el libro. El trayecto de este día se te ha hecho muchísimo más corto. De hecho, tu parada está tan próxima que debes comenzar a poner en orden tu bolso con cierta urgencia para bajar a tiempo. El muchacho de la mirada perdida hace rato que no está. Aunque hoy no te has percatado de que lo hiciera, sabes que siempre baja en una parada anterior a la tuya.

El ordenador ya está esperándote, y lees la nota que tu hermano te ha dejado en el frigorífico: ‘Llegaré un poco tarde. Un beso Tata’, mientras abres el yogur desnatado con tropiezos de melocotón que cada día a esta hora te gusta tomar. Ya con el kit completo, (pijama, yogur, ordenador e intimidad), te sientas frente al ordenador, abres el correo y saboreando los tropiezos de melocotón entre tu lengua y tu paladar, con la mirada perdida en la pantalla, se dibuja en tu rostro esa mueca que pones siempre cuando tu cuerpo y tu mente no están en la misma dimensión.

Tu mente está en el autobús. No en el que cada día te ve ir y volver, si no en el de Millás. Ya vas mucho más allá del texto; obviamente no haces una extrapolación directa entre el breve relato y el chico de la mirada perdida. Pero sí es cierto que ese chico, su mirada y el cuento te han hecho darle vueltas a una idea desde que cerraste apresuradamente el libro.
Continúas roboticamente repitiendo el mismo movimiento con la cuchara, buscando en las esquinas del bote y comiendo apenas nada, mientras sin saber como, le vas dando forma a la idea que te ronda la cabeza.

Sigue

Besa mis heridas, mis ojeras.
Acaricia mi vacío con tu aliento húmedo.
Sigue envolviendo tus palabras en abrazos.
Sigue diciéndome que me quieres.
No importa que me mientas.

Lo que me mataría es que dejaras de hacerlo.

Descubrimiento

Acabo de descubrir por qué odio las noches calurosas.
Yo que pensaba que era 'porque no puedo dormir'... qué primario.

Recién me he dado cuenta de que no me gustan por lo que hago y por lo que no hago en esas horas robadas al sueño.

Y es que es mejor seguir viviendo sin pensar en ello. Y mejor aún seguir dormido, soñando, ausente de los abismos que acompañan las noches.

jueves, septiembre 09, 2004

Otra vez

Que no, que no.
No insistas. Lo sabes como yo.
Cada vez es la última.
Una despedida tras otra.
Y al día siguiente, de nuevo uno solo.
Nacer, crecer y morir en un solo día.
Un día tras otro.
Empezar el día llamando al olvido,
terminarlo abrasados por la ausencia.
Las monedas que tiré en el estanque de tu insomnio...

De mudanza

Esto es normal, intento convencerme.
Mis sueños conocen a los tuyos,
juguetean,
se gustan...
¿Quién puede poner freno a los sueños?
Yo no pude.
Un buen día me dicen que se van,
que han conocido a alguien.
Y me sorprendo contemplando el resto de mí, aquí,
solo,
sin lo único que me ha acompañado desde hace tanto.

Qué mal lo pasa mi cuerpo,
desde que mis sueños se han mudado.