sábado, octubre 09, 2004

El cielo bajo el mar (I)

Cada vez me cuesta más seguir a flote. Antes me deslizaba sobre el agua, y ahora parece que su interior me atrae. No soporto este ruido ensordecedor, constante, este griterío bullicioso y desordenado. Serpentea por mis oídos, encontrando con facilidad aquellos últimos lugares en mi cabeza donde se instala. Intento taparme los oídos, pero si lo hago me hundo. La luz es cegadora, destellante, molesta. Pero me ocurre lo mismo si intento cubrirme los ojos. No puedo dejar de nadar. Debajo solo queda el mundo prohibido.

Pasan todos muy rápido junto a mí. Los que se percatan de mi existencia, no se molestan en variar su camino. Algunos me pasan por encima, sumergiéndome por unos segundos bajo el agua.

Siguiendo las reglas, cierro los ojos y contengo la respiración durante esos segundos, esperando el momento de recobrar el impulso ascendente y salir al exterior, contaminado, estridente, frenético, donde el calor me agobia, o el frío me consume. Solo queda nadar por nadar.

No puedo dormir. Si lo hago, dejo de nadar, y me hundo. Me siento agotado, sin fuerzas. Cada vez están más distantes las islas donde descansar. Distantes y repletas. En ellas nadie muestra el mínimo interés por mi. Indiferentes prefieren hacerme un vacío a hacerme un hueco. Veo pasar una isla tras otra. Las fértiles están ya repletas. Las áridas se desmoronan cuando intento encaramarme a ellas, desapareciendo rebeldes en las profundidades del océano que me rodea.

Esta vez alguien pasa sobre mí con más fuerza de la normal, o quizá yo opongo cada vez menos resistencia. Cierro los ojos, contengo la respiración. Desciendo más que nunca. Es extraña esta sensación. Toda la vida en el agua, y nunca he bajado hasta aquí. Un momento. Apenas unos segundos aquí, y ya ha desaparecido ese ruido dentro de mí. Solo llega un imperceptible murmullo de la mecánica actividad exterior. El agua me rodea por completo, y entra en lugares donde nunca había tenido tiempo para hacerlo. Entra en mí, casi violándome. Su frescor me proporciona un sensación placentera, de alivio, de tranquilidad, de serenidad, de limpieza. No nos está permitido sumergirnos, y mucho menos abrir los ojos. Con una mueca de sonrisa me doy cuenta que la ruptura de las reglas y las cadenas también me reconforta. Ya me falta el aire. Subo urgente. Abro la boca ansioso de aire sucio unos milímetros antes de llegar a la superficie, y termino la experiencia saboreando el agua clandestina.

Nado durante días, sin rumbo ni destino. Ya no quedan faros. Nado por nadar, intentando evitar cualquier atropello, cualquier accidente que me sumerja de nuevo. No debo hacerlo. Pero el sabor de ese agua, censurada, vedada, retumba en mi paladar. Mis músculos entumecidos no notan ya el cansancio, conocen su deber, y yo no reparo en ellos, solo saboreo el recuerdo de las gotas que conservo bajo mi lengua. Ese recuerdo pelea contra el arrepentimiento por mi falta de valor a la hora de abrir los ojos. 'Eran demasiadas reglas a romper', me justifico. 'No has roto nada, solo te rompes tú', me acuso.

Una vez. Solo una vez más. Me sumergiré una vez más y eso será todo. Abriré los ojos un momento, nuestro momento, el del mundo prohibido y el mío, y regresaré para siempre.

Lo he hecho. Estoy aquí. He dejado de nadar. De inmediato, y como la vez anterior, mi ruido desaparece, el frescor me llena, y mis brazos y piernas se relajan mecidas por las corrientes. No lucho, sino que me dejo llevar. El agua me rodea, me abraza. Ha llegado el momento. Voy a abrir los ojos. Voy a desnudar las profundidades.






No hay comentarios: