viernes, septiembre 24, 2004

Cerrado por defunción

- Buenas noches.
- Bienvenido a casa. ¿Cómo fue tu viaje?
- Conocí a alguien.
- ¿Sí? Cuéntamelo.
- No lo entenderías.
- Inténtalo.
- Además, ella te conoce.
- Yo conozco a mucha gente. ¿Estás cansado? Pareces triste.
- No. No tengo motivos para estarlo. Ni siquiera para odiarme. Solo tengo razones para volar, para renunciar, para aprender y crecer... Debo sonreir aunque me cueste, me fuerce, me duela. Ese es el camino. El mío. Además, me dijo que siempre tendría su mano.
- ¿Su mano? Ven. Toma mis brazos. Yo te abrazo siempre, ¿no lo recuerdas?
- Sí, no dejas que te olvide.
- Ven, vamos a dormir.
- Tenías razón. No puedo ponerte cuernos, Soledad.

martes, septiembre 21, 2004

El desgarro

Era de noche, pero aún hacía mucho calor. No refrescaba nunca. Incluso a esas horas el bochorno era más pegajoso y evidente. Los estridentes reclamos de cada uno de los mercaderes para atraer la atención insaciable de los turistas, provocaban en mí el efecto contrario, en un intento vano de encontrar un remanso de silencio inexistente en aquella locura.

Como si nadie estuviera a gusto en su lugar, todos en la marabunta nos mezclabamos en corrientes, remolinos y mareas. Con prisa lenta nos agolpábamos en la búsqueda afanosa de cualquier objeto que a precio de ganga pudiera satisfacer nuestra avaricia. Y así, entre bolsas, sudor, gentío, gritos, calor, mosquitos, apreturas, regateos y falsas conquistas, la noche iba cambiando de manos artesanías más o menos artesanas, ropas mentirosas, Trolex de oro y demás productos esenciales.

Siempre me ha gustado considerarme 'viajero' y hasta casi me ha ofendido ser 'turista'. Me parecía que el aire bohemio que rodea al primer concepto se acercaba mucho más a mi realidad que la connotación de temporalidad, medios, organización y previsibilidad que encorsetan al segundo. A pesar de ello, en medio de aquella agobiante peregrinación por todos los pasos del viacrucis del bazar, imaginaba el vergonzoso e injustificable espectáculo desde los ojos de los mercaderes. ¿Cómo podía yo pretender ser diferenciado de los 'turistas' en semejante tesitura?

Esa desubicación, añadida al sofocante calor, a las mangas largas protectoras de mosquitos y malarias, a los gritos y reclamos, y a la multitud a la que parecia soldado hizo que el malestar se tornara desasosiego, el desasosiego angustia, la angustia ansiedad, la ansiedad irritación, y ésta terminara en ira.

No podía respirar. Aire, aire. Salir de allí. Saltar. Huir. Volar. Mi derretido cerebro ahogado ya por aullidos, solo quería volar. Pero la única posibilidad era seguir con la turba, formar parte de ella hasta que aquel infierno terminara en algún sitio, en cualquier sitio.

Como queriendo marcar un souvenir a fuego en mi corazón, pronto una experiencia más se unió a las anteriores. Los 'pobres'. Aquel genérico que englobaba a todos los desamparados, sin techo, sin suelo, sin paredes, sin nada de la ciudad. Aquellos que tendían una huesuda mano a quienes no habían tenido tiempo de cobijarse en el interior de la manada para protejerse de ellos. Yo, buscando aire, estaba entre los despistados de la orilla. Una mano tras otra me recorría desde la cabeza hasta las rodillas buscando una moneda que nos situara a cada uno en nuestro rol social. El pobre y el rico, el que da si quiere y el que toma si puede, el que dilapida exageraciones y el que exprime las migajas.

Si no me diera vergüenza, llamaría jauría a las decenas de personas que perseguían mi manirrota generosidad, que acabó con las monedas de 1, de 5, de 10, de 20 y de 50 para los más afortunados. Ya sin metales en mis bolsillos, las manos a mi alrededor olvidaron la súplica y se convirtieron en exigencia. Los roces y toquiteos para llamar mi atención se alimentaban unos a otros. Rápidamente medraban a golpes y arañazos. Mi ropa se desgarraba, mi piel se lastimaba y mis compañeros de manada me dejaban a mi suerte. Se ve que yo fui la gacela coja sacrificada. Sin reparos ni vergüenzas, las manos que me rodeaban decidieron que era el momento de reivindicar lo que yo había escondido a mi altruismo, buscando en cada rincón imaginable.

Defendiendo más que mi cartera, exploté. Agitaba mis brazos, golpeando y resguardándome. Apartaba de mí bruscamente a aquellos desgraciados, descargando mi ira entre gritos y alaridos. Unos minutos de golpes y rabia, y después estaba solo. Las manos habían desparecido. Yo respiraba muy sofocado. Jadeante, desaliñado, enrabietado, miraba fijo a ningún sitio mientras esperaba nada.

Una mano detrás de mí, a la altura de mi muslo, de nuevo tiró de mis pantalones hacia abajo. Con gran estruendo, crecido y muy encrespado, me giré sobre mí mismo apartando esa mano con fuerza, golpeándola y vociferando.



Era difícil calcular la edad de aquel muchacho. Al tener sus piernas mutiladas no llegaba mucho más alto de mis rodillas, pero yo le calculé unos 6 años. Mientras se acercaba de nuevo a mí, después de mi empujón, pude comprobar que se desplazaba utilizando sus brazos y sus encallecidas manos como muletas, apoyando en el suelo el extremo inferior de su tronco a cada 'paso'. Lo que quedaba de su cuerpo se debatía entre suciedad y harapos. Con evidente miedo, pero con resolución se acercó de nuevo a mí.

Dos segundos. Creo que no fue más que eso el tiempo que él clavó sus ojos en los míos. Dos segundos de silencio. De indecente vergüenza, de indignidad, de obscenidad, de infamia, de perversa inmoralidad, de crueldad y depravación. De infinito desgarro.

Quiso el niño romper el momento, acercando a mi mano la suya, en la que apretaba mi cartera. Toqué su mano infantil al cogerla. Dura, aspera, sucia. Mudos los tres, él mi alma, y yo. Aguanté entre mis dedos los suyos por unos instantes.

Le vi desaparecer entre los escombros de un edificio cercano. La velocidad a la que se movía era increíble, teniendo en cuenta su mutilación, pero parecía acostumbrado a huir de aquellos silbatos. En apenas unos segundos se desvaneció de entre los dedos de la tourist police que vino a 'socorrerme'.

Ya entonces, mientras me colocaba la ropa y me tragaba mi vergüenza, sabía que los golpes y arañazos de aquella noche me acompañarían lacerantes cada día. Quizá por eso conservo intacta aquella cartera. Aunque sé que nunca volveré a encontrarme con aquel chiquillo, quisiera intercambiarle de nuevo la cartera que me devolvió por el alma que allí perdí.

Algún hijo de puta de entre la manada, gastaría los beneficios del tráfico de la mina antipersona que segó las piernas de ese muchacho, follándose a su hermana.

Joder, que infamia.

lunes, septiembre 20, 2004

Recuerdos y engaños

Tiendo, como imagino que hacemos todos, a rememorar las vivencias pasadas de una forma mucho más seductora de lo que en realidad fueron.

Gran parte de mi vida no merece ser recordada. Por rutinaria, aburrida o absolutamente carente de interés. Los malos recuerdos suponen una carga tan pesada que involuntariamente decido ignorarlos, transformarlos o moldearlos según convenga, de tal forma que cada día parecen menos horribles y mi pasado, mejor de lo que fue. Incluso, y una vez transcurrido el tiempo suficiente, he sido capaz de reinventar la realidad hasta hacer asumible lo sombrío, aceptable lo mediocre, blanco oscuro lo negro.

De igual forma, los pocos momentos felices que de cuando en cuando han hecho mi vida más llevadera, los recuerdo de forma mucho más intensa y prolongada de lo que realmente fueron. Estoy convencido de que Dios o la Evolución decidieron crear este mecanismo de defensa para proporcionarnos un resto de vida más placentero, para que el pasado no supusiera un lastre tan pesado que no nos dejara despegar hacia el futuro. Para autocomplacernos con nuestra existencia, aunque esta sea deforme.

Pues bien. Yo maldigo esta falacia cerebral. Miro hacia atrás y me veo feliz, radiante. Me veo afortunado, dichoso. Me veo fuerte, decidido, resuelto, valiente. Me veo querido, deseado. Y ahora dudo ¿Fue auténtico mi casi perfecto pasado? ¿O fue mucho más parecido a mi presente, pero autoesculpido a mi gusto?

Ya no sé si es culpa de estos juegos neuronales el hecho de que cada día me parezca peor que el anterior, por lo malo del hoy o por lo posiblemente falso del ayer. Lo que sé es que no quiero recordar. Son los recuerdos los que murmuran dentro de mí...'cada día eres peor'.

viernes, septiembre 17, 2004

Ansia de fuga

"Me despierto todos los días con el ansia de la fuga..." J. Cortázar

Hoy me he despertado, como cada día hasta ahora. Y también como cada día he abierto los ojos, he encendido la luz de mi mesita, y he soplado como intentando espantar los fantasmas de la noche. Me he levantado, y después de la ducha, el afeitado y el desayuno me he dado cuenta de que eran las 2:48 de la madrugada. Debo haber soñado con que oía el despertador y he empezado 4 horas antes de lo habitual la rutina diaria.

Después de unos segundos de duda, ya totalmente despejado, me he desvestido y me he vuelto a acostar. En ese tiempo muerto, sin nada que hacer, ni que decir, he pensado en la frase de Cortázar, quizá solo para compartir algo con alguien, a quien había propuesto un juego alrededor de esa frase.

Amanecer una y otra vez ansiando evadirse. Y otra vez. Y otra vez. Y otra vez. "Me despierto todos los días con el ansia de la fuga (...) es algo grave, un despertarse en plena noche y decirse: 'O te vas o te mueres'."

Después de valorar ambas alternativas, he decidido de momento seguir obedeciendo la sabiduría popular mejicana... "O te aclimatas, o te aclimueres".

Así que seguiré aclimatado.

jueves, septiembre 16, 2004

Zanacol

Suena a fármaco. De esos que te producen úlcera gastroduodenal, mareos, vómitos, eczemas, pruritos, somnolencia, vista nublada, picores e irritaciones, pero que te dejan como nuevo del dolor de cabeza. Pero no, no es ningún medicamento.

Un zanacol no es nada. Los zanacoles no existen. Aunque yo lleve toda la vida buscándolos. No son más que el disfraz de mi utopía. Una zanahoria de la que pueda comer también las ramas, una col de la que pueda comer también la raíz, entera, sin desechos, sin desperdicios, todo aprovechable, nutritivo.

Busco zanacoles continuamente. En mis amigos. En mi trabajo. En mi familia. Cuando veo la tele, leo, en internet. Cuando escucho música. Cuando conozco nuevas personas. Cuando viajo. Cuando voy de compras. Cuando escribo, hablo por teléfono o pongo un email... continuamente, siempre atento. Busco aún a sabiendas de que nunca los voy a encontrar. Y busco tanto porque en ocasiones me he encontrado con algún casizanacol, y al vampiro que vive en mí le ha parecido llegar al Dorado, al Cabo Norte de las sensaciones, lo que nos ha satisfecho a ambos enormemente.

Pero no te equivoques. No es el encuentro de los zanacoles lo que me empuja a seguir viviendo, sino la búsqueda, el camino. No me frustra no encontrarlos, pero me desalienta, me aplana, me duele no poder quedarme con los pocos casizanacoles que el destino me pone por delante, y la vida me obliga a dejar atrás.

miércoles, septiembre 15, 2004

Las pequeñas cosas

No suelo dormir bien. No recuerdo cuando empezó, pero poco a poco se ha ido instalando en mí una horrible manía de repasar por la noche lo peor de cada día, de anticipar el día siguiente. No encuentro acomodo, y, sin duda lo peor, sigo sin acostumbrarme a la soledad de mi compañía.
El caso es que a medida que pasan las horas, me resulta incluso más difícil conciliar el sueño, ya que comienzo a preocuparme por no descansar lo suficiente para afrontar el nuevo día.
Cuando he conseguido dormirme, cualquier cosa me despierta, y suele ocurrir que o bien faltan dos minutos para que suene el despertador, cuando tengo la sensación de haberme dormido hace apenas unos momentos, o que aún quede un buen rato para dormir, pero ya me sea imposible hacerlo.

Anoche me acosté pronto. Muy cansado. Mucho. Quizá por eso me quedé dormido en apenas unos minutos. De hecho, yo mismo notaba que lo hacía y me regodeaba en ello. Sin embargo, a las 12:24 de la noche el móvil sobre mi mesilla vibró como para hacer despertar a un muerto. No suelo tener el móvil cerca de mí por la noche, pero hoy no podía faltar a una cita y necesitaba un doble despertador. Era un mensaje. En un segundo ya estaba totalmente despierto, con ese desvelo que yo conozco tan bien, de quien ya no va a dormir en un buen rato.

Tomé el móvil, abrí el mensaje y leí: 'Ya sabes, si no puedes dormir no dudes en llamarme, amigo. Muxus.'

Quizá sea porque los que no tenemos grandes ambiciones, apreciamos las pequeñas cosas especialmente. O porque a pesar del desvelo, estaba más cansado de lo que yo creía. El caso es que dejé el móvil sobre la mesita, sonreí y en apenas un minuto ya dormía de nuevo.

Esta mañana me siento estupendamente.

martes, septiembre 14, 2004

Nieves de verano

El diablo había alineado los planetas. Todos en orden. No había escapatoria. Además, él tampoco deseaba escaparse. Aunque las dudas habían ocupado todo el espacio en el cajón de los remordimientos, nada como un paño húmedo de deseo para acabar con ellas.

Era evidente para ambos que la atracción había sido mutua, fulgurante. Las palabras de uno y de otro se atropellaban en la pantalla. Ambos ansiaban acabar cuanto antes con esa poco deseada fase de forzada distancia, una vez se habían demostrado con apenas unas frases lo que los dos buscaban leer, saber, encontrar en el otro.

En solo unos días, habían compartido muchos meses. Era ya inevitable. Tenían que encontrarse. A pesar de la distancia, de las dificultades de ambos, el bueno de Lucifer les echó una mano.

Un fin de semana. El primero. El único. El último. Una cita en una estación de tren. Un día para descubrirse. Una noche para amarse. Una resaca de sentimientos confundidos.

Meses después, él, como cada cierto tiempo, hace recuento de sus haberes: ‘Ahí están, no falta ninguno. Todos presentes: el deseo, las dudas, los remordimientos, Lucifer, y... un momento, tú eres nuevo...’. Un recuerdo. Un recuerdo de algo inesperado, extraordinario, inaudito, y quizá... inventado. Como las nieves de verano.

lunes, septiembre 13, 2004

Más a menudo

‘Cierra los ojos’, me dijo con una voz que incitaba a todo.
......................
‘¿Te gusta así?’, preguntó casi regodeándose en su meloso tono.
‘Si, perfecto’, contesté mientras me acomodaba.

Siguiendo sus instrucciones cerré los ojos. En pocos segundos estaba totalmente relajado. Ella enredaba mi pelo entre sus dedos. Una y otra vez. De vez en cuando masajeaba dulcemente mi nuca, mi frente, mis sienes. Tan dulcemente que hasta parecía fuera de lugar.

En aquella posición, recostado, con los ojos cerrados, mientras su cuerpo seguía aquel rítmico vaivén, sus manos acariciándome, anudando sus dedos en mi pelo, de nuevo ocurrió lo que a menudo me ocurre, y es que mi alma pierde adherencia, y se separa de mi cuerpo. Ya me he habituado a ello, pero no por desacostumbrado me resulta menos impactante. Desde aquella privilegiada posición elevada, donde mi alma controlaba cada rincón de la habitación, la escena resultaba realmente sugerente. Mi cara revelaba un aspecto de satisfacción absoluta. A pesar de la separación ‘física’, cuerpo y alma disfrutaban por igual del momento. Ambos sentían el suave contacto de aquellos diez tiernos, firmes, dedicados dedos.

El ‘orgasmo digital’ que estaba próximo se frustró repentinamente, al frenar en seco las caricias y escuchar un malvenido ‘ala, ya puedes pasar a cortar’. La realidad dio una patada en el culo de mi alma, pegándola de nuevo a mi cuerpo.

No me importó. He decidido cortarme el pelo más a menudo.

domingo, septiembre 12, 2004

El domingo en el que desaparecieron los besos de buenos días

Ya sólo quedaban de esos. De los de sin pasión. De los mecánicos. De esos programados, en los que nuestros labios se unían áridos por unas décimas de segundo.

Ya, ya sé que no es mucho. De hecho yo pensaba que no era nada. Pero como en casi todo, uno se da cuenta de su valor justo en el momento en el que los pierde.

Aunque no fuesen ni besos en el sentido físico de la palabra, ya que eran más un recordatorio, una especie de pequeña llama de esperanza, ese pequeño y aislado acto de amor era para mí el último clavo ardiente, la última puntada de nuestro amor hilvanado.

Hoy se ha levantado antes que yo. Es domingo. El resto de la semana lo hago yo antes. Pero eso no era motivo para que en cualquier momento del día en el que nos veíamos por primera vez, nos diéramos el beso de buenos días. Hoy ha pasado junto a mí. Amable. ¿Has dormido bien? Casi sonriente. Pero sin beso.

Un rato después me ha dicho ¿Hacemos la cama? Como si la hubiéramos deshecho...

viernes, septiembre 10, 2004

Martha

Son las 8. Acabas de llegar a tu hogar después de un larguísimo día de trabajo. Te has descalzado y sin aun colocar los zapatos en su sitio, has conectado el ordenador, 'para que vaya arrancando mientras me pongo el pijama' has pensado. Hoy no buscarás un rato de evasión en una charla más o menos trivial, en función de qué muñequito del messenger este verde o rojo, ya que tu hermano que ha venido a visitarte te requerirá cierta atención. Además, tu messenger es privado, íntimo, solo tuyo... Sin embargo, sí querrás ojear tu correo electrónico. No esperas grandes noticias, pero deseas ver quién se ha acordado de ti, y ha dedicado unos segundos de su vida a reenviarte un chiste, o a dedicarte un pensamiento.

Hoy, mientras volvías en el autobús mirabas hacia el color del cielo y pensabas en que cada año los días comienzan antes a acortarse. Acaba de pasar el verano, y el otoño acecha con vientos y lluvias inminentes. El aspecto del pueblo cambiará, las ropas y los gestos de frío e incomodidad en las personas que a diario ves en el mismo autobús parecerán amoldarse gradualmente a la nueva estación.

En el autobús has colocado tu bolso en el asiento de al lado, como una muralla, o una coraza subliminal. Aunque te apetecería hablar, conocer a alguien, no te gusta que ese viaje de vuelta a casa se vea turbado. Es tu momento de evasión diario, donde no cabe hacer otra cosa que no sea pensar, imaginar... Miras a quien te rodea. Las dos ancianas que vuelven del centro y que no fallan en su excursión diaria al médico, a la farmacia o al parque. Esa pareja de enamorados estudiantes que entre parada y parada toman aliento. El muchacho solitario con la mirada perdida por lugares cercanos a tu mirada... Te sorprendes inventando una historia detrás de cada persona, y sin darte cuenta, cada uno de ellos ya tiene una vida figurada dentro de tu imaginación, a pesar de que apenas has cambiado alguna vez unas palabras de cortesía. Una historia detrás de cada vida, piensas. La historia que a cada uno nos hace especial...

Un pensamiento fugaz cruza tu mente...

¿Te observan?. Sí. Lo hacen. No puedes evitar sentir halago a la par que curiosidad, al saberte observada. El muchacho de la mirada perdida parece haber centrado hoy más que nunca su mirada en ti. Sus esquivas pupilas se posan en las tuyas con más frecuencia e intensidad que de costumbre. Se sienta en los asientos de la izquierda, girado hacia ti. Tú te debates entre seguir mirando el atardecer por la ventana o devolver la callada mirada. La situación ha comenzado a parecerte ligeramente incómoda. Te gusta sentirte observada, te halaga, pero a la vez quieres que tu espacio vital no sea violado de una forma tan flagrante. Aparentando indiferencia te giras, pero no le miras. Abres el bolso y tomas un libro. Te encanta leer, y últimamente dada tu falta de tiempo te has decidido por comenzar con aquel libro de relatos cortos que espera en una estantería en tu salón desde Reyes. Juan José Millás. Habías oído hablar de él, pero esto era lo primero suyo que tenías entre tus manos. Ojeas el índice. Hay muchos cuentos en el libro, y te sorprendes al comprobar lo cortos que realmente son algunos de esos relatos. Un título te llama la atención, y decides comenzar por ahí: 'El paraíso era un autobús'. Lo lees ávidamente, y reparas en la cantidad de detalles con los que te identificas de una forma tan clara. ¿Somos todos tan iguales? piensas.

Confusa, algo turbada, cierras el libro. El trayecto de este día se te ha hecho muchísimo más corto. De hecho, tu parada está tan próxima que debes comenzar a poner en orden tu bolso con cierta urgencia para bajar a tiempo. El muchacho de la mirada perdida hace rato que no está. Aunque hoy no te has percatado de que lo hiciera, sabes que siempre baja en una parada anterior a la tuya.

El ordenador ya está esperándote, y lees la nota que tu hermano te ha dejado en el frigorífico: ‘Llegaré un poco tarde. Un beso Tata’, mientras abres el yogur desnatado con tropiezos de melocotón que cada día a esta hora te gusta tomar. Ya con el kit completo, (pijama, yogur, ordenador e intimidad), te sientas frente al ordenador, abres el correo y saboreando los tropiezos de melocotón entre tu lengua y tu paladar, con la mirada perdida en la pantalla, se dibuja en tu rostro esa mueca que pones siempre cuando tu cuerpo y tu mente no están en la misma dimensión.

Tu mente está en el autobús. No en el que cada día te ve ir y volver, si no en el de Millás. Ya vas mucho más allá del texto; obviamente no haces una extrapolación directa entre el breve relato y el chico de la mirada perdida. Pero sí es cierto que ese chico, su mirada y el cuento te han hecho darle vueltas a una idea desde que cerraste apresuradamente el libro.
Continúas roboticamente repitiendo el mismo movimiento con la cuchara, buscando en las esquinas del bote y comiendo apenas nada, mientras sin saber como, le vas dando forma a la idea que te ronda la cabeza.

Sigue

Besa mis heridas, mis ojeras.
Acaricia mi vacío con tu aliento húmedo.
Sigue envolviendo tus palabras en abrazos.
Sigue diciéndome que me quieres.
No importa que me mientas.

Lo que me mataría es que dejaras de hacerlo.

Descubrimiento

Acabo de descubrir por qué odio las noches calurosas.
Yo que pensaba que era 'porque no puedo dormir'... qué primario.

Recién me he dado cuenta de que no me gustan por lo que hago y por lo que no hago en esas horas robadas al sueño.

Y es que es mejor seguir viviendo sin pensar en ello. Y mejor aún seguir dormido, soñando, ausente de los abismos que acompañan las noches.

jueves, septiembre 09, 2004

Otra vez

Que no, que no.
No insistas. Lo sabes como yo.
Cada vez es la última.
Una despedida tras otra.
Y al día siguiente, de nuevo uno solo.
Nacer, crecer y morir en un solo día.
Un día tras otro.
Empezar el día llamando al olvido,
terminarlo abrasados por la ausencia.
Las monedas que tiré en el estanque de tu insomnio...

De mudanza

Esto es normal, intento convencerme.
Mis sueños conocen a los tuyos,
juguetean,
se gustan...
¿Quién puede poner freno a los sueños?
Yo no pude.
Un buen día me dicen que se van,
que han conocido a alguien.
Y me sorprendo contemplando el resto de mí, aquí,
solo,
sin lo único que me ha acompañado desde hace tanto.

Qué mal lo pasa mi cuerpo,
desde que mis sueños se han mudado.