martes, septiembre 21, 2004

El desgarro

Era de noche, pero aún hacía mucho calor. No refrescaba nunca. Incluso a esas horas el bochorno era más pegajoso y evidente. Los estridentes reclamos de cada uno de los mercaderes para atraer la atención insaciable de los turistas, provocaban en mí el efecto contrario, en un intento vano de encontrar un remanso de silencio inexistente en aquella locura.

Como si nadie estuviera a gusto en su lugar, todos en la marabunta nos mezclabamos en corrientes, remolinos y mareas. Con prisa lenta nos agolpábamos en la búsqueda afanosa de cualquier objeto que a precio de ganga pudiera satisfacer nuestra avaricia. Y así, entre bolsas, sudor, gentío, gritos, calor, mosquitos, apreturas, regateos y falsas conquistas, la noche iba cambiando de manos artesanías más o menos artesanas, ropas mentirosas, Trolex de oro y demás productos esenciales.

Siempre me ha gustado considerarme 'viajero' y hasta casi me ha ofendido ser 'turista'. Me parecía que el aire bohemio que rodea al primer concepto se acercaba mucho más a mi realidad que la connotación de temporalidad, medios, organización y previsibilidad que encorsetan al segundo. A pesar de ello, en medio de aquella agobiante peregrinación por todos los pasos del viacrucis del bazar, imaginaba el vergonzoso e injustificable espectáculo desde los ojos de los mercaderes. ¿Cómo podía yo pretender ser diferenciado de los 'turistas' en semejante tesitura?

Esa desubicación, añadida al sofocante calor, a las mangas largas protectoras de mosquitos y malarias, a los gritos y reclamos, y a la multitud a la que parecia soldado hizo que el malestar se tornara desasosiego, el desasosiego angustia, la angustia ansiedad, la ansiedad irritación, y ésta terminara en ira.

No podía respirar. Aire, aire. Salir de allí. Saltar. Huir. Volar. Mi derretido cerebro ahogado ya por aullidos, solo quería volar. Pero la única posibilidad era seguir con la turba, formar parte de ella hasta que aquel infierno terminara en algún sitio, en cualquier sitio.

Como queriendo marcar un souvenir a fuego en mi corazón, pronto una experiencia más se unió a las anteriores. Los 'pobres'. Aquel genérico que englobaba a todos los desamparados, sin techo, sin suelo, sin paredes, sin nada de la ciudad. Aquellos que tendían una huesuda mano a quienes no habían tenido tiempo de cobijarse en el interior de la manada para protejerse de ellos. Yo, buscando aire, estaba entre los despistados de la orilla. Una mano tras otra me recorría desde la cabeza hasta las rodillas buscando una moneda que nos situara a cada uno en nuestro rol social. El pobre y el rico, el que da si quiere y el que toma si puede, el que dilapida exageraciones y el que exprime las migajas.

Si no me diera vergüenza, llamaría jauría a las decenas de personas que perseguían mi manirrota generosidad, que acabó con las monedas de 1, de 5, de 10, de 20 y de 50 para los más afortunados. Ya sin metales en mis bolsillos, las manos a mi alrededor olvidaron la súplica y se convirtieron en exigencia. Los roces y toquiteos para llamar mi atención se alimentaban unos a otros. Rápidamente medraban a golpes y arañazos. Mi ropa se desgarraba, mi piel se lastimaba y mis compañeros de manada me dejaban a mi suerte. Se ve que yo fui la gacela coja sacrificada. Sin reparos ni vergüenzas, las manos que me rodeaban decidieron que era el momento de reivindicar lo que yo había escondido a mi altruismo, buscando en cada rincón imaginable.

Defendiendo más que mi cartera, exploté. Agitaba mis brazos, golpeando y resguardándome. Apartaba de mí bruscamente a aquellos desgraciados, descargando mi ira entre gritos y alaridos. Unos minutos de golpes y rabia, y después estaba solo. Las manos habían desparecido. Yo respiraba muy sofocado. Jadeante, desaliñado, enrabietado, miraba fijo a ningún sitio mientras esperaba nada.

Una mano detrás de mí, a la altura de mi muslo, de nuevo tiró de mis pantalones hacia abajo. Con gran estruendo, crecido y muy encrespado, me giré sobre mí mismo apartando esa mano con fuerza, golpeándola y vociferando.



Era difícil calcular la edad de aquel muchacho. Al tener sus piernas mutiladas no llegaba mucho más alto de mis rodillas, pero yo le calculé unos 6 años. Mientras se acercaba de nuevo a mí, después de mi empujón, pude comprobar que se desplazaba utilizando sus brazos y sus encallecidas manos como muletas, apoyando en el suelo el extremo inferior de su tronco a cada 'paso'. Lo que quedaba de su cuerpo se debatía entre suciedad y harapos. Con evidente miedo, pero con resolución se acercó de nuevo a mí.

Dos segundos. Creo que no fue más que eso el tiempo que él clavó sus ojos en los míos. Dos segundos de silencio. De indecente vergüenza, de indignidad, de obscenidad, de infamia, de perversa inmoralidad, de crueldad y depravación. De infinito desgarro.

Quiso el niño romper el momento, acercando a mi mano la suya, en la que apretaba mi cartera. Toqué su mano infantil al cogerla. Dura, aspera, sucia. Mudos los tres, él mi alma, y yo. Aguanté entre mis dedos los suyos por unos instantes.

Le vi desaparecer entre los escombros de un edificio cercano. La velocidad a la que se movía era increíble, teniendo en cuenta su mutilación, pero parecía acostumbrado a huir de aquellos silbatos. En apenas unos segundos se desvaneció de entre los dedos de la tourist police que vino a 'socorrerme'.

Ya entonces, mientras me colocaba la ropa y me tragaba mi vergüenza, sabía que los golpes y arañazos de aquella noche me acompañarían lacerantes cada día. Quizá por eso conservo intacta aquella cartera. Aunque sé que nunca volveré a encontrarme con aquel chiquillo, quisiera intercambiarle de nuevo la cartera que me devolvió por el alma que allí perdí.

Algún hijo de puta de entre la manada, gastaría los beneficios del tráfico de la mina antipersona que segó las piernas de ese muchacho, follándose a su hermana.

Joder, que infamia.

1 comentario:

Haiduc dijo...

Bienvenida maria de los angeles.

Siempre hay sitio aquí en Sherwood para albergar a un proscrito más. En especial a una proscrita tan precavida ;)