lunes, noviembre 01, 2004

La furia y la tristeza

Si de algo realmente disfruto al conocer lugares lejanos es de la sensación de sentirme extranjero. Creo que es porque así me siento como en casa.

Ser extranjero y saber escuchar es lo que se necesita para que los más viejos del lugar desempolven sus historias y las compartan con quien desee hacerlas suyas.

Me habían invitado a cenar. No tengo mucho problema para comer cualquier cosa, pero en según qué latitudes despegar la tapa de la cazuela me provoca cuando menos expectación. Las llamaban ‘palomas’. Y sabían mucho mejor de lo que su olor pronosticaba. Se trataba de carne bastante especiada de varios animales, que se había dejado curar entre hojas de berza que la envolvía en forma de hatillos. Tras varios días de curación entre las hojas, se cocía en una mezcla de agua, leche y remolacha, que le daba a la salsa un color rosa intenso inesperado para una comida seria.

No me gusta contradecir a los mayores, pero casi tuve que forzar a la abuela cuando intentaba servirme la sexta ‘paloma’ en aquel plato enorme. La salsa rosa desbordaba sobre el mantel de las grandes ocasiones. Junto a los cubiertos desparejados, un huevo cocido y un pepino, que se utilizaban a modo de pan.

Yo sabía que todos me miraban esperando mi reacción al primer bocado, que fue discretamente exagerada, con lo que me gané a la cocinera, que me amenazaba con otra cazuela llena.

Después de la cena, regada con bastante vodka como era costumbre, la sobremesa fue larga y muy divertida. La traducción al inglés de los chistes de la abuela se tragaba toda su gracia, aunque viceversa ella se desternillaba, cuando escuchaba la traducción de los míos. Creo que me devolvía mi galantería con la cata de las ‘palomas’.

Sobre la alacena del comedor una figurillas de madera llamaron mi atención, y la abuela, atenta a todo, las tomó y me las brindó. ‘Son la furia y la tristeza’, me dijo. Se sentó junto a mí, y llenando nuestros vasos de vodka comenzó a contarme...

Existe en lo más profundo del bosque una puerta a un lugar encantado donde muchos hombres nunca pueden llegar, y donde otros muchos transitan eternamente sin darse cuenta... Ese lugar es mágico, ya que en él se vuelven concretas todas aquellas cosas que no podemos ver.
A una laguna de agua cristalina y pura, mágica y transparente se acercaron para bañarse haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia. Las dos se quitaron sus vestimentas, entrando en el agua desnudas y de la mano.
La furia, intranquila como siempre esta la furia, apurada sin motivo, se bañó rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua.
Pero la furia es ciega, y no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apresurada, se puso al salir la primera ropa que encontró... la de la tristeza. Y así, vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calma y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro, sin conciencia del paso del tiempo, con lenta pereza, salió del estanque. En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba.
Si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la de la furia.
Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si miramos bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad... se esconde la tristeza.


La abuela me regaló las figurillas envueltas con su sonrisa, mientras apretaba mis manos con las suyas.

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