martes, marzo 01, 2005

Vendetta

No sé perdonar.

‘No tener en cuenta la ofensa o falta que otro ha cometido’. Eso es perdonar. Y yo no sé hacerlo.

No me refiero a esas cuestiones cotidianas que pueden resultar más o menos molestas. Eso ni siquiera las considero ofensas. Me refiero a aquello que realmente nos duele y se clava tan dentro que nos revuelve las entrañas. Cuanto mayor es la ofensa, más difícil el perdón. Ofensa y perdón me resultan inversamente proporcionales, y en el punto de inflexión de esa función, la voluntad de perdón desaparece y aparece la de venganza.

‘Respuesta con una ofensa o daño a otro recibido’. Eso es la venganza. Y eso se me da bien.

A veces me doy miedo, puedo ser cruel. Conozco a las personas, y sé golpear allí donde más duele sin que parezca que lo he hecho. Mantengo mi herida abierta hasta que llegue el momento del resarcimiento. Ante todo intento desquitarme de la mejor forma, y ésta siempre suele ser pareciéndose lo menos posible al enemigo. No hablo de revancha, hablo de vendetta sibilina en toda regla. Esa que debe darse únicamente mientras se te considera derrotado, para que no se confunda con vileza.

El placer de la venganza consumada es intenso, tan infinito como efímero. Me recuerda a un orgasmo prohibido. Enseguida llegan los sentimientos de culpa. La venganza es atrozmente placentera, miel con espinas.

Afortunadamente, he encontrado un camino intermedio que da resultado, tanto para los deseos de venganza, como para el perdón imposible y para los orgasmos prohibidos: el camino del olvido.

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